La
casa de mi abuelos era lujosa, pero yo la veía de un lujo asiático, mucho
mayor. Mi recuerdo es el de una niña de once años, enamorada del verde y del
sol. En Uriburu reinaba la oscuridad, aunque afuera hubiera sol; Los muebles,
el comedor trágico cuya mesa gigantesca y sus sillas se codeaban con la vitrina
repleta de copas; copas color bermejo – para el vino tinto- y verde –para el
vino blanco- y dos docenas de copas de un blanco radiante, para el agua
cristalina de ese entonces. Todas ellas, apiladas en orden, siempre en el mismo
lugar. Pegado a ese comedor en tinieblas por los pesados cortinados que nunca
se abrían, había un diminuto jardín de invierno, un lugarcito mágico para mí.
En dos metros y medio por uno de ancho cohabitaban las plantas más originales
de un color verde, verde, que te quiero verde; allí, el sol sí entraba a
raudales por unas ventanas con vidrios de diferentes colores, formando una
guirnalda y dibujos en el centro. En este sitio reinaba el sol, aunque no
podíamos jugar ni movernos. No me atrevía más que a mirarlo con deleite. En
verdad, nos retaban de sólo mirarlo, tal era el cariño que mi abuelo le tenía,
pues, a pesar de ser una esquina de tres pisos, el sol se centraba en este
lugar. El resto era tenebroso, con ciertos destellos de luz al entreabrir los
pesados cortinados. Sin embargo, no debía ser un lugar triste, pues estaba
saturado de instrumentos musicales: dos pianos de cola, un violoncello, un arpa
y un armonio armonizaban dentro de la sala de música, el lujoso y sí soleado
salón y el escritorio en planta baja de mi abuelo, recinto de paz y de
misterio. No recuerdo alegría, ni color, ni chispa de ingenio en ninguno de sus
innumerables escondites. Había salas, salones y saloncitos, cuartos, cuartos de
roperos y cuartitos, todo por triplicado y de considerables proporciones.
Nosotras corríamos con nuestras medias y nuestros zapatos blancos,URIBURU patinando
por los corredores, a pesar de los chistidos de Fina, la antigua gobernanta de
mi padre, mis tíos y mi madrina. Nada podía disminuir nuestra alegría de vivir
con intensidad, ni esa vejez que se olía por doquier, ni ese olor a moho
rancio, a perfume francés, volcado ex –profeso. Yo tenía once años, repito y en
mis reminiscencias sólo entreveo el reflejo de luz de mis zapatos inmaculados,
de mis rodillas aterciopeladas, recién enjabonadas por manos expertas. Junto
con mi hermano nos escondíamos con nuestra risa fresca, recién fabricada. Otro
gran asombro era sus baños con pisos de mosaicos negros y blancos, como tablero
de ajedrez. Jugábamos a la rayuela en esas baldosas relucientes, hasta que me
encontraban y nos obligaban a lavarnos las manos y a peinarnos. Y recuerdo su
cadena arcaica con su eslabón de porcelana en la punta. Sus bañaderas eran de
un blanco esplendoroso, no porque las enjabonaban bien a fondo, sino meramente
por ser de buena calidad. Otro gran secreto era el sube platos: ¡qué maravilla,
qué pozo misterioso para una chiquilla, qué hondo lugar para llegar hasta el
infierno, cuando nos asomábamos por su hueco! Y subía y bajaba con ruido a
cadenas y muerte, como un espectro dolorido a punto de expirar. De allí en más
no la recuerdo; murió en mi memoria, pese a haber seguido en pie muchos años
más. Cuando mis padres se divorciaron ese año, mi padre regresó a Uriburu y yo
la borré totalmente de mi vida. Destruí su imagen a propósito; sin embargo, al
llegarme ahora todos los martes con mi niño de la mano y pasar frente a la
puerta de lo que fue Uriburu en otra época, oigo aún los pasos de mis zapatos
relucientes y la risa argentina de una niña que – en su demolición- sucumbió.
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