EL SINO
Una mujer madura, de rostro bello,
está sentada en medio de sus bultos durante horas enteras. Son toda su
pertenencia. En mis paseos diurnos me detengo a mirarla. No es una mujer sumida
en pesadillas que retorna cada día a su miseria. A veces canturrea una melodía
de su antigua patria, Polonia, tal vez.
¿Dónde -me pregunto- encuentra la
hospitalidad de un buen sueño? Por las noches intento no pasar por allí para no
saber si está: me derrumbaría. Tengo la impresión de que ha sido violentamente
arrojada de su sitio natal por la guerra e impuesta aquí, en la Argentina , como un
jarrón vacío. A veces está adormecida. Respira. La vida se transmite por sus
huesos, en medio del absurdo orden de sus bultos. Su cráneo es pequeño, como el
de las mujeres del Báltico, aprisionado su frágil cuerpo en harapos. Cuando
llueve, envuelta en un inmenso nylon, se asemeja a un puñado de arcilla,
El dilema no está en la miseria,
en la suciedad o fealdad del espectáculo. Esa mujer conoció otro sino. Alguien,
de joven, le sonrió, le trajo flores, quizá tuvo el gozo de un hijo entre sus
brazos o -coqueta y segura de su encanto- se complació en atormentar a los
hombres.
Hoy es un ser gastado y feliz
-pese a todo- que canta una deliciosa melodía en medio de mi angustia, no la
suya.
El misterio reside en el porqué se
convirtió en este montón de arcilla ¿Qué pasado la marcó, como una máquina de
forjar, para que esta bella pasta humana se haya herrumbrado?
Tiene un rostro adorable. Me la
imagino de niña. De una pareja nació esta fruta dorada. De nobles extranjeros
ha nacido esta gracia y encanto. Tiene el rostro de un Mozart-niño asesinado.
Protegida, cultivada: ¿Qué hubiera llegado a ser?
Cuando en los jardines nace por mutación
una rosa nueva y extraña, todos los jardineros se vuelcan hacia ella y la
cuidan, la cultivan, la favorecen.
Para esta mujer no hubo un
jardinero complaciente; fue marcada por la máquina devoradora de la vida y
desde su nacimiento fue condenada.
Esta mujercita no sufre por su
suerte, pero atormenta mi angustia. Me enloquezco y me conmuevo, como una llaga
perpetuamente abierta. Quizá ella, que la arrastra y la lleva a cuestas, no la
siente. No parece herida ni lastimada como individuo sino como la especie
humana, la sociedad en sí.
Creo en la piedad. Me lastima el
jardinero que no supo encontrarla. Ella se ha instalado en la locura tan
fácilmente como otros en la pereza. Me entristece esa mujer madura, en
medio de sus bultos, esa carita de rasgos finos y ojos rientes, con modales
áureos.
El sentido de su vida, el sabor de
su existencia le ha sido modificado, aunque tal vez, en el agudo rincón de sus
recuerdos, como la sigla de una nota discordante, quede vivo aún su Mozart-niño
respirando. Me duele, ella, ese ser, en todo el cuerpo.
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