lunes, 5 de enero de 2015

UNA ALEGORÍA


   UNA ALEGORÍA    (to Lord Byron)

Ya no recuerdo cómo fue y porqué me caí, pero de repente me encontré en una corriente que me arrastraba río abajo. Sé que hacia donde descendía había un pálido reflejo de sol tenue; también sé que intenté por todos los medios de no ahogarme, de llegar a la orilla, aunque fuera a los tumbos, arañándome contra las peñas.
No me dejaba ir  pausadamente; me aferraba a las piedras filosas que sobresalían de los acantilados y  en vez de  protegerme se me incrustaban en la carne.
Yo seguía contorsionando mi cuerpo  parar el impulso de esa corriente que me sacudía y me enredaba en sus locos remolinos; gritaba, manaba sangre de mis heridas y, plena de magullones, intenté zafarme de tanto horror, de tanto ahogo.
De repente, apareció un leño, una madera lisa de buena calidad que retozaba junto a mí; me prendí a ella, agradeciendo al Cielo tanta suerte; la madera se dejó hacer, me sirvió de apoyo. Yo no la tomaba, la apretaba fuertemente con todos mis miembros de miedo a que me abandonase,  en medio de esa agitada marea.
Era suave; se ajustaba a mis necesidades y ya no temía avanzar y dejé de rebelarme, de atropellarme junto a las rocas de ese río burbujeante.
Si, involuntariamente somorgujaba río abajo, retenida por el leño lograba vencer la tormenta y volvía a resurgir con nuevos bríos y fuerzas.
Fui casi feliz durante un tiempo.
Un día la madera se desprendió de mí; no sé cómo sucedió ni siquiera si fue de repente o paso a paso, pero me encontré nuevamente sin apoyo; desesperada miré a mi alrededor y vi que se alejaba despacio, con lentitud, como mirando mis esfuerzos por retenerla, como no queriendo abandonarme de golpe, temiendo mi propio desprendimiento. Si me vencían las fuerzas y me dejaba estar sin intentar luchar, se acercaba balanceándose sobre las ondas fluviales, como queriéndome arrastrar.
Rugosas y ásperas eran sus astillas sobresalientes, las que jamás había notado, cuando apoyaba sobre ella mi cabeza para reposar un rato.
Yo no comprendía esta metamorfosis en el leño; porqué ahora su contacto con las yemas de mis dedos  me hacía sagrar  y por ende llorar; estaba desconsolada y triste; a menudo me quejaba pero, por extraño que parezca no peleaba en contra de la corriente, como antes, cuando me arrinconaba por los rincones de las bahías para protegerme.
Lloraba, gemía, le pedía al leño que no me abandonara, que no flotara cerca de mí sin ser mi apoyo ni mi sostén.
Me acostumbré; uno siempre se habitúa, aun al dolor  a las pérdidas más caras, pero mi alma era una llaga y me dolía el cuerpo.
La madera, cada vez más lejana, me abandonó; ya no la vi como una tabla, la única tabla de salvación sino como un leño que me había herido, quizá sin querer, por no saber, por no entender. La veía con cariño por lo que fue y con pena por lo que no quiso ser más.
Pienso que empecé a madurar; por primera vez hice la plancha sin miedo y me animé a estirar el cuello para observar el panorama que se abría delante de mí;  vi que nada era tan trágico como me pareció al principio de la caída. El río seguía arrastrándome y al dejar de rebelarme con movimientos contradictorios contra su propio influjo, se tornó más llevadero; hasta percibí la frescura del agua y el contacto agradable del sol que me entibiaba.
Me asombré; había peleado tanto contra los escombros que verme flotar se convirtió en un puro placer. Cómo me desconsolaba, cuando volvía a ver el leño haciéndome sentir su abandono, su distancia de mi lado. Cuánto mal me hacía encontrarlo sin poderlo rozar.

Yo seguía avanzando; el agua era fresca y el camino se   hacía acogedor. Al levantar la cabeza veía luz, una luz tenue de atardeceres cálidos, invitándome a abrazarme y a cobijarme en sus rayos eternos y envolventes

No hay comentarios:

Publicar un comentario