Ya no recuerdo cómo fue y porqué me caí, pero de
repente me encontré en una corriente que me arrastraba río abajo. Sé que hacia
donde descendía había un pálido reflejo de sol tenue; también sé que intenté
por todos los medios de no ahogarme, de llegar a la orilla, aunque fuera a los
tumbos, arañándome contra las peñas.
No me dejaba ir
pausadamente; me aferraba a las piedras filosas que sobresalían de los
acantilados y en vez de protegerme se me incrustaban en la carne.
Yo seguía contorsionando mi cuerpo parar el impulso de esa corriente que me
sacudía y me enredaba en sus locos remolinos; gritaba, manaba sangre de mis
heridas y, plena de magullones, intenté zafarme de tanto horror, de tanto
ahogo.
De repente, apareció un leño, una madera lisa de
buena calidad que retozaba junto a mí; me prendí a ella, agradeciendo al Cielo
tanta suerte; la madera se dejó hacer, me sirvió de apoyo. Yo no la tomaba, la
apretaba fuertemente con todos mis miembros de miedo a que me abandonase, en medio de esa agitada marea.
Era suave; se ajustaba a mis necesidades y ya no
temía avanzar y dejé de rebelarme, de atropellarme junto a las rocas de ese río
burbujeante.
Si, involuntariamente somorgujaba río abajo,
retenida por el leño lograba vencer la tormenta y volvía a resurgir con nuevos
bríos y fuerzas.
Fui casi feliz durante un tiempo.
Un día la madera se desprendió de mí; no sé cómo
sucedió ni siquiera si fue de repente o paso a paso, pero me encontré
nuevamente sin apoyo; desesperada miré a mi alrededor y vi que se alejaba
despacio, con lentitud, como mirando mis esfuerzos por retenerla, como no
queriendo abandonarme de golpe, temiendo mi propio desprendimiento. Si me
vencían las fuerzas y me dejaba estar sin intentar luchar, se acercaba
balanceándose sobre las ondas fluviales, como queriéndome arrastrar.
Rugosas y ásperas eran sus astillas
sobresalientes, las que jamás había notado, cuando apoyaba sobre ella mi cabeza
para reposar un rato.
Yo no comprendía esta metamorfosis en el leño;
porqué ahora su contacto con las yemas de mis dedos me hacía sagrar y por ende llorar; estaba desconsolada y
triste; a menudo me quejaba pero, por extraño que parezca no peleaba en contra
de la corriente, como antes, cuando me arrinconaba por los rincones de las
bahías para protegerme.
Lloraba, gemía, le pedía al leño que no me
abandonara, que no flotara cerca de mí sin ser mi apoyo ni mi sostén.
Me acostumbré; uno siempre se habitúa, aun al
dolor a las pérdidas más caras, pero mi
alma era una llaga y me dolía el cuerpo.
La madera, cada vez más lejana, me abandonó; ya
no la vi como una tabla, la única tabla de salvación sino como un leño que me
había herido, quizá sin querer, por no saber, por no entender. La veía con
cariño por lo que fue y con pena por lo que no quiso ser más.
Pienso que empecé a madurar; por primera vez hice
la plancha sin miedo y me animé a estirar el cuello para observar el panorama
que se abría delante de mí; vi que nada
era tan trágico como me pareció al principio de la caída. El río seguía
arrastrándome y al dejar de rebelarme con movimientos contradictorios contra su
propio influjo, se tornó más llevadero; hasta percibí la frescura del agua y el
contacto agradable del sol que me entibiaba.
Me asombré; había peleado tanto contra los
escombros que verme flotar se convirtió en un puro placer. Cómo me
desconsolaba, cuando volvía a ver el leño haciéndome sentir su abandono, su
distancia de mi lado. Cuánto mal me hacía encontrarlo sin poderlo rozar.
Yo seguía avanzando; el agua era fresca y el camino se hacía acogedor. Al levantar la cabeza veía
luz, una luz tenue de atardeceres cálidos, invitándome a abrazarme y a
cobijarme en sus rayos eternos y envolventes
No hay comentarios:
Publicar un comentario