lunes, 5 de enero de 2015

HAZME UN NIÑO BUENO Y SANO





Amaneció lluvioso y húmedo, típicamente húmedo. Estaba cansada: las enfermedades de mis hijos me estaban agotando. Gracias a Dios, el panorama se presentaba más animado. Paula tomaba sus mamaderas como la gentil niñita que había sido antes de su terrible bronquitis espasmódica. Germán pasaba su buena salud frente a sus hermanos sin ninguna vergüenza.
¿Y Javier? Cómo estaba mi pobre Javier? Había pasado una noche tranquila, sólo llamándome cuatro veces.
Mi niño no daba señales de vida. Parecía dormido con los párpados cerrados y su pequeña mano colgada. Al mirarla pensé en La Pietá, esa mano de Cristo hecho en mármol pero tan humana. Pobre Javier? Su enfermedad empalidecía sus colores naturales, su cuerpo fuerte de niño sano. Eso le pedía a Dios todas las noches: “Jesús, hazme un niño bueno y sano”.
Su quietud empezó a alarmarme. Me había dejado llevar por mi excesivo cansancio a reflexiones inútiles. Javier, tan pálido y tieso, podía necesitarme.
Me levanté… Javier seguí igual. Le toqué le frente; no se movió; no se mueve. Mantiene los ojos cerrados. Lo doy vuelta; se deja hacer sin ofrecer resistencia, sin decir nada, sin sus rezongos matinales. De repente cae. Me doy cuenta que sus miembros no lo sostienen. Levanto esa mano pequeña y la siento como un peso inerte.
No grito, no; ya ni siquiera lucho. Lo pongo en la cama y camino velozmente a despertar a mi marido.

Empieza lo mismo que todos estos últimos días. Es una mañana más, eso es todo. En vez de Paula es Javier; sólo cambio el nombre, pero siempre es un hijo mío.
El   teléfono, le Doctor, los remedios, la mirada angustiada, el rictus de mi boca, el cuerpo tieso. Todo al igual que ayer. No es Paula, no; es Javier y sigue sin moverse.
Llega  el médico, pregunta, lo mira, observa. Suspende el remedio, ese antibiótico que de repente pasó a ser su enemigo. Mi hijo no se mueve a causa de él. Hay que esperar, esperar, esperar.
Pasa el día, ese día lluvioso y triste. Javier comienza a moverse lentamente; rezonga un poco, llorizquea y va dejando posar su cabeza en cualquier lado. Si no encuentra una cama, un sofá o una mesita el piso le es igual.
De pronto, de ese cansancio infinito que lo agotó durante el día entero, sin que nadie se lo explique  comienza a balbucear, a caminar, a reír.

Y en medio de un sollozo profundo me oigo susurrar: “Jesús, hazlo un niño bueno y sano…

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