Amaneció lluvioso y húmedo, típicamente
húmedo. Estaba cansada: las enfermedades de mis hijos me estaban agotando.
Gracias a Dios, el panorama se presentaba más animado. Paula tomaba sus
mamaderas como la gentil niñita que había sido antes de su terrible bronquitis
espasmódica. Germán pasaba su buena salud frente a sus hermanos sin ninguna
vergüenza.
¿Y Javier? Cómo estaba mi pobre Javier?
Había pasado una noche tranquila, sólo llamándome cuatro veces.
Mi niño no daba señales de vida. Parecía
dormido con los párpados cerrados y su pequeña mano colgada. Al mirarla pensé
en La Pietá ,
esa mano de Cristo hecho en mármol pero tan humana. Pobre Javier? Su enfermedad
empalidecía sus colores naturales, su cuerpo fuerte de niño sano. Eso le pedía
a Dios todas las noches: “Jesús, hazme un niño bueno y sano”.
Su quietud empezó a alarmarme. Me había
dejado llevar por mi excesivo cansancio a reflexiones inútiles. Javier, tan
pálido y tieso, podía necesitarme.
Me levanté… Javier seguí igual. Le toqué le
frente; no se movió; no se mueve. Mantiene los ojos cerrados. Lo doy vuelta; se
deja hacer sin ofrecer resistencia, sin decir nada, sin sus rezongos matinales.
De repente cae. Me doy cuenta que sus miembros no lo sostienen. Levanto esa
mano pequeña y la siento como un peso inerte.
No grito, no; ya ni siquiera lucho. Lo
pongo en la cama y camino velozmente a despertar a mi marido.
Empieza lo mismo que todos estos últimos
días. Es una mañana más, eso es todo. En vez de Paula es Javier; sólo cambio el
nombre, pero siempre es un hijo mío.
El
teléfono, le Doctor, los remedios, la mirada angustiada, el rictus de mi
boca, el cuerpo tieso. Todo al igual que ayer. No es Paula, no; es Javier y
sigue sin moverse.
Llega
el médico, pregunta, lo mira, observa. Suspende el remedio, ese
antibiótico que de repente pasó a ser su enemigo. Mi hijo no se mueve a causa
de él. Hay que esperar, esperar, esperar.
Pasa el día, ese día lluvioso y triste.
Javier comienza a moverse lentamente; rezonga un poco, llorizquea y va dejando
posar su cabeza en cualquier lado. Si no encuentra una cama, un sofá o una
mesita el piso le es igual.
De pronto, de ese cansancio infinito que lo
agotó durante el día entero, sin que nadie se lo explique comienza a balbucear, a caminar, a reír.
Y en medio de un sollozo profundo me oigo
susurrar: “Jesús, hazlo un niño bueno y sano…
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