lunes, 5 de enero de 2015
HANS
Hans
Lo conocí a
Hans en casa de mi hijo. Era un animalito pequeño, endeble, casi raquítico, con
los ojos celestes, de mirada diáfana y limpia, la mirada de los santos y de los
inocentes. Uno quedaba prendado de sus pupilas, porque, en oposición a ciertos
felinos de su estirpe, no existía maldad ni agresividad, sólo pureza e
ingenuidad.
Me cuestioné
sobre la conducta de Santiago hacia ese indefenso
Intruso, que
había invadido su nuevo hogar. Sentí temor por su habitual impaciencia, por su
orden recién estrenado y desordenado en el presente, con los maullidos de este
hambriento rezongón insatisfecho, que nos tenía siempre al borde de una posible
caída.
Me equivoqué.
No sólo mostró una paciencia infinita hacia él y sus travesuras sino que se
tornó paternal. Todos sus caprichos eran absueltos con una sonrisa en los
labios. Me asombré al demostrar mi hijo una nueva faceta de su personalidad y
me enternecí pensando en los potenciales nietos, que de tal modo domarían sus
desplantes, su fuerte carácter de adolescente, habituado a valerse por sí
mismo.
Santi cambiaba.
Hans crecía. Se había transformado en una bolita retozona y juguetona que todos
mimaban. Se escondía zigzagueando entre
nuestras piernas, inquietándonos con sus repentinas desapariciones. Luego de
sus comidas solía enroscarse sibaríticamente, haciendo la digestión diaria en
un cajón lleno de cables y de enchufes sin usar.
El tiempo
pasaba. Hans crecía. Santiago me lo contó el domingo. Lo buscó por los estacionamientos
cercanos, preguntando a sus vecinos. Fue en vano. Nadie lo había visto. Por la
madrugada, retornando de una reunión, lo encontró en su habitual rinconcito y
de gozo lo tiró al aire para recibirlo en sus brazos.
Desde ese
instante todos vivían a la espera de sus movimientos, observando la puerta de
reojo, para prohibir el menor intento de fuga, aunque Santi sostenía que no se
iría. Lo afirmaba con convicción, como todo en la vida.
Yo tuve un
escalofrío. Recordaba con aprehensión otras frases afirmativas, que con el
tiempo se habían vuelto negativas. El Sino no cabe en la imagen de mi hijo: sus
convicciones son las de un adolescente, que cree que maneja el destino a su
antojo, sin saber que Otro mueve los hilos desde arriba, en ocasiones en contra
de nuestros más caros deseos.
Fue en
Nochebuena. Santi se había ido a Adrogué para pasar las fiestas, junto a su
padre y su familia paterna. Yo presentí una desgracia, pero se mantenía oculta
a mi raciocinio. Estuve enferma esa Noche, el domingo y el lunes, débil aún,
entré a la casa de mi hijo, en busca de Hans. Le había llevado comida ex
profeso para él. Pregunté. Los ojos fijos de mi hijo me miraron. Tardó en
responder. Sabía de su herida abierta, pero temía aún más mi reacción. Fue
parco y sintético. A Hans lo había pisado un automóvil en pleno natalicio de
Cristo niño.
Sentí un dolor
profundo, agudo: era el dolor de mi hijo que traspasaba mi cuerpo.
Evitamos
hablar. No hice preguntas; no necesité hacerlas; supe todo lo que significaba
su silencio. Comprendí el cambio de su expresión, las pupilas agrandadas por el
esfuerzo de no llorar, su soledad infinita. Y callamos, pasando a otros temas,
aunque Hans seguía entre nosotros, entre las cifras y los picos de los
diagramas semanales, que me mostraba para restablecer el diálogo y esconder la
pena.
Comprendí sin
conceptos el origen de su angustia. Santi vive solo: tiene veinte años. Recién
se inicia en los pasos por la vida monótona y tediosa, que él convierte en una
aventura. Hans era muy importante en su vida. Compartía las madrugadas
solitarias, antes de que despertaran las máquinas de lavar, a fin de retomar su
ritmo habitual; compartía su desayuno, sus bostezos, luego de una reunión en
casa de amigos; era quien lo hacía sonreír un domingo, al alba, con sus
maullidos hambrientos y sus piruetas de payaso.
Navidad. ¿Por
qué en Nochebuena? ¿Por qué, con mi hijo, el destino se empeñaba ese año en
mostrarse tan injustamente cruel?
Encontró una
nota donde le advertían que lo habían atropellado en la calle, quedando mustio
y sin vida, cuando hace dos siglos una estrella iluminaba un pesebre en Belén.
Cristina Bosch
P R
Lo conocí a
Hans en casa de mi hijo. Era un animalito pequeño, endeble, casi raquítico, con
los ojos celestes, de mirada diáfana y limpia, la mirada de los santos y de los
inocentes. Uno quedaba prendado de sus pupilas, porque, en oposición a ciertos
felinos de su estirpe, no existía maldad ni agresividad, sólo pureza e
ingenuidad.
Me cuestioné
sobre la conducta de Santiago hacia ese indefenso
Intruso, que
había invadido su nuevo hogar. Sentí temor por su habitual impaciencia, por su
orden recién estrenado y desordenado en el presente, con los maullidos de este
hambriento rezongón insatisfecho, que nos tenía siempre al borde de una posible
caída.
Me equivoqué.
No sólo mostró una paciencia infinita hacia él y sus travesuras sino que se
tornó paternal. Todos sus caprichos eran absueltos con una sonrisa en los
labios. Me asombré al demostrar mi hijo una nueva faceta de su personalidad y
me enternecí pensando en los potenciales nietos, que de tal modo domarían sus
desplantes, su fuerte carácter de adolescente, habituado a valerse por sí
mismo.
Santi cambiaba.
Hans crecía. Se había transformado en una bolita retozona y juguetona que todos
mimaban. Se escondía zigzagueando entre
nuestras piernas, inquietándonos con sus repentinas desapariciones. Luego de
sus comidas solía enroscarse sibaríticamente, haciendo la digestión diaria en
un cajón lleno de cables y de enchufes sin usar.
El tiempo
pasaba. Hans crecía. Santiago me lo contó el domingo. Lo buscó por los estacionamientos
cercanos, preguntando a sus vecinos. Fue en vano. Nadie lo había visto. Por la
madrugada, retornando de una reunión, lo encontró en su habitual rinconcito y
de gozo lo tiró al aire para recibirlo en sus brazos.
Desde ese
instante todos vivían a la espera de sus movimientos, observando la puerta de
reojo, para prohibir el menor intento de fuga, aunque Santi sostenía que no se
iría. Lo afirmaba con convicción, como todo en la vida.
Yo tuve un
escalofrío. Recordaba con aprehensión otras frases afirmativas, que con el
tiempo se habían vuelto negativas. El Sino no cabe en la imagen de mi hijo: sus
convicciones son las de un adolescente, que cree que maneja el destino a su
antojo, sin saber que Otro mueve los hilos desde arriba, en ocasiones en contra
de nuestros más caros deseos.
Fue en
Nochebuena. Santi se había ido a Adrogué para pasar las fiestas, junto a su
padre y su familia paterna. Yo presentí una desgracia, pero se mantenía oculta
a mi raciocinio. Estuve enferma esa Noche, el domingo y el lunes, débil aún,
entré a la casa de mi hijo, en busca de Hans. Le había llevado comida ex
profeso para él. Pregunté. Los ojos fijos de mi hijo me miraron. Tardó en
responder. Sabía de su herida abierta, pero temía aún más mi reacción. Fue
parco y sintético. A Hans lo había pisado un automóvil en pleno natalicio de
Cristo niño.
Sentí un dolor
profundo, agudo: era el dolor de mi hijo que traspasaba mi cuerpo.
Evitamos
hablar. No hice preguntas; no necesité hacerlas; supe todo lo que significaba
su silencio. Comprendí el cambio de su expresión, las pupilas agrandadas por el
esfuerzo de no llorar, su soledad infinita. Y callamos, pasando a otros temas,
aunque Hans seguía entre nosotros, entre las cifras y los picos de los
diagramas semanales, que me mostraba para restablecer el diálogo y esconder la
pena.
Comprendí sin
conceptos el origen de su angustia. Santi vive solo: tiene veinte años. Recién
se inicia en los pasos por la vida monótona y tediosa, que él convierte en una
aventura. Hans era muy importante en su vida. Compartía las madrugadas
solitarias, antes de que despertaran las máquinas de lavar, a fin de retomar su
ritmo habitual; compartía su desayuno, sus bostezos, luego de una reunión en
casa de amigos; era quien lo hacía sonreír un domingo, al alba, con sus
maullidos hambrientos y sus piruetas de payaso.
Navidad. ¿Por
qué en Nochebuena? ¿Por qué, con mi hijo, el destino se empeñaba ese año en
mostrarse tan injustamente cruel?
Encontró una
nota donde le advertían que lo habían atropellado en la calle, quedando mustio
y sin vida, cuando hace dos siglos una estrella iluminaba un pesebre en Belén.
Cristina Bosch
P R
Lo conocí a
Hans en casa de mi hijo. Era un animalito pequeño, endeble, casi raquítico, con
los ojos celestes, de mirada diáfana y limpia, la mirada de los santos y de los
inocentes. Uno quedaba prendado de sus pupilas, porque, en oposición a ciertos
felinos de su estirpe, no existía maldad ni agresividad, sólo pureza e
ingenuidad.
Me cuestioné
sobre la conducta de Santiago hacia ese indefenso
Intruso, que
había invadido su nuevo hogar. Sentí temor por su habitual impaciencia, por su
orden recién estrenado y desordenado en el presente, con los maullidos de este
hambriento rezongón insatisfecho, que nos tenía siempre al borde de una posible
caída.
Me equivoqué.
No sólo mostró una paciencia infinita hacia él y sus travesuras sino que se
tornó paternal. Todos sus caprichos eran absueltos con una sonrisa en los
labios. Me asombré al demostrar mi hijo una nueva faceta de su personalidad y
me enternecí pensando en los potenciales nietos, que de tal modo domarían sus
desplantes, su fuerte carácter de adolescente, habituado a valerse por sí
mismo.
Santi cambiaba.
Hans crecía. Se había transformado en una bolita retozona y juguetona que todos
mimaban. Se escondía zigzagueando entre
nuestras piernas, inquietándonos con sus repentinas desapariciones. Luego de
sus comidas solía enroscarse sibaríticamente, haciendo la digestión diaria en
un cajón lleno de cables y de enchufes sin usar.
El tiempo
pasaba. Hans crecía. Santiago me lo contó el domingo. Lo buscó por los estacionamientos
cercanos, preguntando a sus vecinos. Fue en vano. Nadie lo había visto. Por la
madrugada, retornando de una reunión, lo encontró en su habitual rinconcito y
de gozo lo tiró al aire para recibirlo en sus brazos.
Desde ese
instante todos vivían a la espera de sus movimientos, observando la puerta de
reojo, para prohibir el menor intento de fuga, aunque Santi sostenía que no se
iría. Lo afirmaba con convicción, como todo en la vida.
Yo tuve un
escalofrío. Recordaba con aprehensión otras frases afirmativas, que con el
tiempo se habían vuelto negativas. El Sino no cabe en la imagen de mi hijo: sus
convicciones son las de un adolescente, que cree que maneja el destino a su
antojo, sin saber que Otro mueve los hilos desde arriba, en ocasiones en contra
de nuestros más caros deseos.
Fue en
Nochebuena. Santi se había ido a Adrogué para pasar las fiestas, junto a su
padre y su familia paterna. Yo presentí una desgracia, pero se mantenía oculta
a mi raciocinio. Estuve enferma esa Noche, el domingo y el lunes, débil aún,
entré a la casa de mi hijo, en busca de Hans. Le había llevado comida ex
profeso para él. Pregunté. Los ojos fijos de mi hijo me miraron. Tardó en
responder. Sabía de su herida abierta, pero temía aún más mi reacción. Fue
parco y sintético. A Hans lo había pisado un automóvil en pleno natalicio de
Cristo niño.
Sentí un dolor
profundo, agudo: era el dolor de mi hijo que traspasaba mi cuerpo.
Evitamos
hablar. No hice preguntas; no necesité hacerlas; supe todo lo que significaba
su silencio. Comprendí el cambio de su expresión, las pupilas agrandadas por el
esfuerzo de no llorar, su soledad infinita. Y callamos, pasando a otros temas,
aunque Hans seguía entre nosotros, entre las cifras y los picos de los
diagramas semanales, que me mostraba para restablecer el diálogo y esconder la
pena.
Comprendí sin
conceptos el origen de su angustia. Santi vive solo: tiene veinte años. Recién
se inicia en los pasos por la vida monótona y tediosa, que él convierte en una
aventura. Hans era muy importante en su vida. Compartía las madrugadas
solitarias, antes de que despertaran las máquinas de lavar, a fin de retomar su
ritmo habitual; compartía su desayuno, sus bostezos, luego de una reunión en
casa de amigos; era quien lo hacía sonreír un domingo, al alba, con sus
maullidos hambrientos y sus piruetas de payaso.
Navidad. ¿Por
qué en Nochebuena? ¿Por qué, con mi hijo, el destino se empeñaba ese año en
mostrarse tan injustamente cruel?
Encontró una
nota donde le advertían que lo habían atropellado en la calle, quedando mustio
y sin vida, cuando hace dos siglos una estrella iluminaba un pesebre en Belén.
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