lunes, 5 de enero de 2015

UNA SEÑAL



 Señor… pasé mi vida no hallándote. Corría tras de ti y ya eras ido, de flor en flor, de zumo en zumo; llegaba siempre tarde, media hora, veinte, cinco minutos. Al final te perdía por fracciones de milésimas de segundos o por ínfimas fracciones más pequeñas.

Señor… mi camino eras tú; te perseguí como a ciervo herido, entre montes y pasturas, entre ríos y montañas. Busqué tu camino, recorrí espacios y senderos. Ni tú me sorprendiste ni yo alcé los ojos y vi tu esplendor: te escondías y te temía.
La gente solía encontrarte. Escuchaba los relatos con ira y fatiga. Para ellos era un acto cotidiano; para mí, el fin de mis angustias. Quería pedirte paz, una paz sin apremios, sin límites espaciados, una paz duradera.
Preguntaba cómo eras, de dónde eras y a nadie interesaba. Llegaba en el instante inoportuno. Tú siempre huías; llegabas antes que yo o después de mi partida: jamás unidos.
Me daban tus predicados: alto, un metro ochenta, tez morena, ojos claros, mirada melancólica, compasiva; infinitamente bueno, infinitamente sabio.

Señor… hace dos mil años que espero. Tengo la edad de tu historia, el tiempo límite entre tu nacimiento y tu muerte.
Pregunté por tus milagros: me dieron un millar de nombres y un millar de curas diversas.
Pregunté por tus causas: defendías a los pobres, protegías a los enfermos, odiabas a los tartufos y anhelabas someter la corrupción. Y hablabas como un padre, sin descanso alguno.
Tuve distintas opiniones, pero el discurso era similar: eras bueno, eras honesto, decente, generoso y bello.
-¿Y los ojos?- les decía. -¿Y su mirada?-
­-Difícil de explicar- me respondían; como la voz cálida, como la arena ardiente, el color del poniente, de la oscuridad.
No quise cejar. No abdiqué. Quería saber de ti, quería llegar a tiempo. Veinte siglos al acecho es demasiado. Muchos te veían, otros te dejaban y yo no claudicaba. Repetían tus milagros. Reconocían tu reino; yo hervía de impaciencia.

Señor… quiero ver a Dios, escuchar tu voz, observas el límite de tu sombra. He envejecido en tu búsqueda. Mi color es gris; mi mirada, monótona. Pregunto lo mismo y me responden lo mismo:
                 
“Mil gracias derramando…
Pasó por estos sotos con presura.”

Tengo el corazón de vidrio y las plantas de los pies de acero. Quiero ver al Verbo Divino. He llegado a la tierra, entre miles de millones de asteroides, planetas y galaxias para encontrarte y reconocer tu presencia con premura. Mi impaciencia me estorba.
He caminado años entre pueblos tristes, de continente en continente, sin fe, con ansias solamente. Ahora, al cabo de mi andar, tropiezo y me apabullo.
Jamás falté, pero hoy, que me deslizo en pos de ti, lastimo y hago daño.
Sin embargo, te hallaré, por un día o un minuto apenas. Mi cansancio tiene un límite y tu compasión –me han dicho- es infinita.
Será mi última aventura, el gran hallazgo, encuentro sin despedida, abrazo impostergable.
Señor… pasé  mi existencia entera buscando tu huella certera, aunque la fecha y el veredicto definitivo corresponden a Aquél, cuyo nombre no debe ni puedo ser invocado.
Quizá te perseguí en vano.
Quizá morabas en mí.

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