ABUELO
Cuando te nombro te busco en el cielo. No en el cielo de los buenos. Simplemente allí, suspendido, quizá porque eras profesor de astronomía y yo te confundía con “astrólogo”. Pero yo no te recuerdo así. Mi visión es la de un mago con un gran bonete azul salpicado de estrellitas, observando el cielo. Y digo mago porque, además de saber el nombre de cada constelación y conocer el destino dela Vía Láctea ,
mi abuelo fabricaba barriletes a raudales. Los armaba durante la semana y los
traía el sábado a la quinta para remontarlos. No era uno solo; a veces tres o
cuatro juntos en el mismo carretel, a los cuales les enviábamos telegramas para
saludarlos mediante papelitos de diferentes colores. Sabías cortar con la tijera
las más maravillosas bailarinas de papel, conforme se lo fuéramos pidiendo.
Poseía, además, toda clase de chucherías guardadas en su escritorio. Además de
astrólogo, profesor de astros, fabricante de barriletes, era músico. Tocaba el
violoncello y nos enseñaba piano. Cuando nos llevaban al Colón, -para aprender-
como nos repetían a menudo, en el entreacto nos acercaban a su palco, donde nos
esperaba con una caja de lengüitas de gato o una lata de almendras. -Para que
aprendas- repetían siempre de él.
Abuelo: yo recuerdo la dulzura de tus ojos celestes, las reuniones de té bajo los eucaliptos, contándonos cuentos, y las escapadas en busca de los barriletes perdidos. Aprendí a tocar el “para Elisa” bajo tu mirada exigente y a no decir ABUELO, sino Tío, porque te envejecía, a no decir “malas palabras” porque “no existen en el diccionario”.
Aprendí de ti el placer de las largas caminatas por el placer por caminar -que me invade muchas veces- y siempre apoyada en una rama, como lo hacías tú.
Me enseñaste el arte del silencio, la soledad, la música, el olor dulzón de los aromos, la paciencia y un sin fin de cosas más que no me las señalaron, porque tal vez se olvidaron. Sólo las recuerdo como cuando uno hojea un álbum de fotos y las figuras parecen salir de su pose estática para convertirse en duendes de historietas. Aprendí, también, la pasión por el color, a admirar la naturaleza, a amar lo simple, a no molestar más de lo debido, a ser reservado.
Tu lema era: “Si quieres que algo esté bien hecho, hazlo tú mismo.” Y así fue: hasta tu muerte temprana, jamás se te oyó murmurar una queja ni un gemido. Caíste como cae un roble, con altivez y orgullo en tu mirada. Cuando me anunciaron tu muerte, yo estaba en el jardín; había flores y pasto a mi alrededor. Caí de rodillas, con las manos sobre mi vestido. Y no pude llorar, recuerdo, porque llorar significaba estar triste. Yo no sabía hasta qué punto morir era no verte nunca más. A los nueve años no se valora esa palabra. Creí que era un largo viaje hacia las estrellas. Creí que iba a encontrarte enla Vía Láctea o en
Saturno, girando alrededor, como uno de sus anillos, tal como me lo explicabas
tú. Imaginé el viento que me hablaba en susurros de ti y yo enviándote mensajes,
allá, alto, a través de nuestros queridos barriletes.
Jamás volví a remontar ninguno. Sin embargo, aún hoy, en cada cometa que vuela, veo un poco tu imagen feliz de abuelo pleno. Eres, de los seres queridos, el que más extraño y quiero. Los dos teníamos mucha semejanza. Éramos como dos gotas de rocío, balanceándose en la misma hoja.
Dos gotas de rocío bajo un pino, en un día de lluvia.
De ti me quedó lo escrito… y el silencio
Cuando te nombro te busco en el cielo. No en el cielo de los buenos. Simplemente allí, suspendido, quizá porque eras profesor de astronomía y yo te confundía con “astrólogo”. Pero yo no te recuerdo así. Mi visión es la de un mago con un gran bonete azul salpicado de estrellitas, observando el cielo. Y digo mago porque, además de saber el nombre de cada constelación y conocer el destino de
Abuelo: yo recuerdo la dulzura de tus ojos celestes, las reuniones de té bajo los eucaliptos, contándonos cuentos, y las escapadas en busca de los barriletes perdidos. Aprendí a tocar el “para Elisa” bajo tu mirada exigente y a no decir ABUELO, sino Tío, porque te envejecía, a no decir “malas palabras” porque “no existen en el diccionario”.
Aprendí de ti el placer de las largas caminatas por el placer por caminar -que me invade muchas veces- y siempre apoyada en una rama, como lo hacías tú.
Me enseñaste el arte del silencio, la soledad, la música, el olor dulzón de los aromos, la paciencia y un sin fin de cosas más que no me las señalaron, porque tal vez se olvidaron. Sólo las recuerdo como cuando uno hojea un álbum de fotos y las figuras parecen salir de su pose estática para convertirse en duendes de historietas. Aprendí, también, la pasión por el color, a admirar la naturaleza, a amar lo simple, a no molestar más de lo debido, a ser reservado.
Tu lema era: “Si quieres que algo esté bien hecho, hazlo tú mismo.” Y así fue: hasta tu muerte temprana, jamás se te oyó murmurar una queja ni un gemido. Caíste como cae un roble, con altivez y orgullo en tu mirada. Cuando me anunciaron tu muerte, yo estaba en el jardín; había flores y pasto a mi alrededor. Caí de rodillas, con las manos sobre mi vestido. Y no pude llorar, recuerdo, porque llorar significaba estar triste. Yo no sabía hasta qué punto morir era no verte nunca más. A los nueve años no se valora esa palabra. Creí que era un largo viaje hacia las estrellas. Creí que iba a encontrarte en
Jamás volví a remontar ninguno. Sin embargo, aún hoy, en cada cometa que vuela, veo un poco tu imagen feliz de abuelo pleno. Eres, de los seres queridos, el que más extraño y quiero. Los dos teníamos mucha semejanza. Éramos como dos gotas de rocío, balanceándose en la misma hoja.
Dos gotas de rocío bajo un pino, en un día de lluvia.
De ti me quedó lo escrito… y el silencio
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