Busco un perro que perdí en la calle, mientras compraba un
solo kilo de tomates. Mi perro se llama Fifí y vive, siento que vive, porque si
muere yo no serviría de nada a nadie. Sólo él me necesita (¡y yo sé cuánto!)
¿Quién le dará las pastillas para su reuma, las gotas para su corazón cansado?
¿Quién lo llevará a pasear en un cochecito de bebé, porque de tan viejo no
puede caminar? ¿Quién se levantará de noche para llevarlo a su rinconcito?
Fifí me necesita. Fifí vive.
Entró en mi casa hace quince años. Yo tenía entonces
treinta y cinco años y me conservaba buena boza aún.
Mis tres hijos iban y venían por mi casa como cachorros
junto a su perra. Siempre tuve la heladera bien surtida y una cama de más por
si venía algún amigo.
Luis, el mayor, fue siempre serio. Prometía ser médico y
fue médico, hasta que un día sintió un ligero temblor en una pierna, después un
cosquilleo en la mano con la cual cerraba los puntos de la herida y cayó
fulminado. Para mí fue un gran choque. Mi hijo Luis, una de las tres piedras
angulares de mi catedral, se desvanecía, cayendo al suelo y haciendo
trastabillar la armonía de las otras arcadas que dependían en cierta medida de
él. Luis fue mi hijo médico y murió en cumplimiento de su profesión, como caen
los soldados en la guerra. Al morir tenía todavía las manos ensangrentadas,
olor a tintura methiolate y un hilo de… ¿cómo lo llaman… tripa de gato, cola de
caballo?, colgaba entre su pulgar y su índice. Yo lo guardé y anoté en un
sobre:” tripa con la que cosen las heridas.”
Luis se fue. Ana se metió de monja. Me dijo que estaba
harta de esta vida vacía, donde nadie se respetaba y cada cual trataba siempre
de buscar la parte útil y provechosa de su semejante, sin tomar en cuenta al
individuo y su valor. Me explicó claramente la diferencia fundamente entre lo
útil y el valor.
“Algo es útil en vista de un valor –dijo-. El valor se
impone de por sí. Si no se impone, no es valor. Lo útil, en cambio, es útil
para algo o para alguien. Es sólo relativo en relación a otra cosa. El valor es
presencia. La utilidad nos sumerge en el tiempo; no puede haber vida interior
en una relación con otro individuo, donde únicamente cuenta lo que ese
individuo nos puede aportar. Tienen que existir los valores. En la utilidad lo
único realmente importante es el yo. Yo y la utilidad de mi yo. Lo útil es pues
egocéntrico. El yo, como único valor trae el empobrecimiento del valor”.
No crean que entendí mucho de todo este discurso. Sólo
quería hacerle justicia a Ana, transcribiendo lo que me dijo ella, aquella
tarde gris de otoño, cuando resolvió meterse de monja. Lo guardo en mi corazón
así como guardé en un sobre la tripa con la que cosen las heridas. Ana era
suave y sus ideas brillantes. Hubiese podido licenciarse en Letras o en
Psicología o simplemente ser una escritora. Prefirió hundirse en el anonimato
de una sotana negra.
Ignacio nació mucho después; era mimado por sus hermanos y
por mí; era rubio y sonrosado como los ángeles de todos los pintores que
recuerdo: Botticelli, Fra Angélico y otros.
Qué bello niño tuve al final de mi juventud, cuando mi
marido se acostaba con cuanta secretaria nueva tenía y fumaba pipa o
cigarrillos de acuerdo al gusto de cada una. Las conocía por fotos y por sus
mechones de pelo, pues conservaba celosamente un álbum con los rulos del pelo
de cada mujer que había poseído tratando –al final de su vida- de buscar los
tonos cobrizos de los pintores venecianos: Veronese, con sus rubios cenizas
apagados había agotado la hoja destinada a este matiz y buscaba con furia los
bellos reflejos bermejos de La
Magdalena de Tiziano, desnuda y cubierta tan sólo por su
espléndida cabellera rojiza.
Qué bello hijo me dio la naturaleza, cuando empecé a
distinguir en mí el paso de los años; mi cuerpo blando –hay que hace
gimnasia y darse masajes eléctricos para
volver a estar igual que siempre- pensé; las primeras arruguitas al lado de los
ojos, en las comisuras de los labios, el vientre flojo y la carne blanda que
cae y cuelga desde los hombros al codo, yo no sé por qué.
Ignacio fue siempre bello, aún en la adolescencia, cuando
otros chicos cambian la voz y se llenan de granos, él pasó del pantalón corto
al largo con la misma naturalidad que tienen los pimpollos al abrirse y
convertirse en flor, de la noche a la mañana.
Ignacio murió en el accidente que le correspondía a tanta
belleza. Voló por los aires, su cuerpo y su alma juntos. Estalló el avión y de
él nunca hubo rastros. En el registro de los pasajeros constaba su nombre y su
dirección; la dirección era mi casa donde no regresó. Pero al morir así me dejo
la sensación que los mismos ángeles, a lo que tanto se asemejaba, lo habían
raptado para mostrárselo a Dios y allí, subyugado por el inmenso poderío de su
Cielo, se habría quedado para siempre.
Lo que realmente no le perdono es no haber recibido tan
sólo un mensaje de él, algo que dijera; “Estoy bien y feliz. No te preocupes
por mí”.
Cuando Ignacio voló al cielo azul celeste, como el manto
de la Virgen ,
mi marido ya se había marchado de nuestra casa. Me olvidaba decir que al irse
se llevó las fotos y el álbum de los mechones de pelo, junto con el cepillo de
dientes, sus ropas y sus trajes. Se fue detrás de una preciosa criatura de la
cual se enamoró locamente. Para mí fue como si se hubiese roto el tacho de la
basura o como si un botón de mi viejo batón se hubiera descosido. No tuve
ningún sentimiento para con él y su ida fue casi un respiro: no nos hablábamos,
no nos acostábamos, no nos mirábamos. Me dolió tanto como una basurita en el
ojo.
La muerte de Ignacio fue mi gran tragedia. Desde el día
que me anunciaron su desaparición celestial, un ligero temblor en la mano
derecha y un tic nervioso en el ojo izquierdo, que me apareció repentinamente
fueron las únicas demostraciones de mi angustia. Mientras viva no podré
sobreponerme a su muerte.
Luis fue un gran dolor, Ana no me importó, pero Ignacio
casi fue el fin de mi existencia, hasta que Fifí se aproximó a mí, después de
varios días pasados en un estado que lindaba con la locura; se fue acercando y gimiendo a mis pies, tratando de llamar mi
atención hacia su frágil personita.
Yo me encontraba en el suelo –recuerdo, hecha un ovillo de
frío, de miedo, de desazón y de hambre, cuando su tibio cuerpo rozó apenas el
mío y en ese instante volvió la vida a mi ser y la razón a mi mente dolorida;
Sólo guardo el ligero temblor en la mano derecha y un tic
en el ojo izquierdo, como ya dije.
Fifí fue, desde ese entonces, mi vida entera. Era como si
yo, ser ubicado dentro de una pelota inmensa y vacía, hubiese encontrado otro ser que me
perteneciera y -muy importante- me necesitara.
Comimos, dormimos, paseamos juntos durante diez años. Lo
llevaba al zoológico, al circo, a los restaurantes, a misa, como si fuese un
niño. Más adelante, cuando creció y maduró un poco, fuimos a conciertos, a mi
palco reservado número 77, por el pasillo de la izquierda, al fondo.
Mi fortuna con el tiempo fue decayendo, por falta de
ahorros y por la pésima administración y un día me encontré pobre como las
ratas.
Sólo me preocupa Fifí. Al administrador le preocupa el
dinero. Saqué las cuentas que viviendo muy mediocremente podría soportar dos
años más y después el asilo. Pero mi tragedia es que en el asilo no aceptan
perros, ni siquiera a Fifí, que es un ser. Yo prefiero, al morir, ir
personalmente a la fosa común con Fifí que a la más paqueta bóveda de la Recoleta.
Fifí vive. Debe seguir viviendo en cierto lugar para poder
yo continuar existiendo.
Les pregunto a ustedes, que han oído mi historia: -¿No han
visto pasar un perrito muy viejo, de mirada triste y cabezón, que apenas podía
marchar?
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