lunes, 5 de enero de 2015

MI PERRO FIFÍ


   MI PERRO FIFI

Busco un perro que perdí en la calle, mientras compraba un solo kilo de tomates. Mi perro se llama Fifí y vive, siento que vive, porque si muere yo no serviría de nada a nadie. Sólo él me necesita (¡y yo sé cuánto!) ¿Quién le dará las pastillas para su reuma, las gotas para su corazón cansado? ¿Quién lo llevará a pasear en un cochecito de bebé, porque de tan viejo no puede caminar? ¿Quién se levantará de noche para llevarlo a su rinconcito?
Fifí me necesita. Fifí vive.
Entró en mi casa hace quince años. Yo tenía entonces treinta y cinco años y me conservaba buena boza aún.
Mis tres hijos iban y venían por mi casa como cachorros junto a su perra. Siempre tuve la heladera bien surtida y una cama de más por si venía algún amigo.
Luis, el mayor, fue siempre serio. Prometía ser médico y fue médico, hasta que un día sintió un ligero temblor en una pierna, después un cosquilleo en la mano con la cual cerraba los puntos de la herida y cayó fulminado. Para mí fue un gran choque. Mi hijo Luis, una de las tres piedras angulares de mi catedral, se desvanecía, cayendo al suelo y haciendo trastabillar la armonía de las otras arcadas que dependían en cierta medida de él. Luis fue mi hijo médico y murió en cumplimiento de su profesión, como caen los soldados en la guerra. Al morir tenía todavía las manos ensangrentadas, olor a tintura methiolate y un hilo de… ¿cómo lo llaman… tripa de gato, cola de caballo?, colgaba entre su pulgar y su índice. Yo lo guardé y anoté en un sobre:” tripa con la que cosen las heridas.”
Luis se fue. Ana se metió de monja. Me dijo que estaba harta de esta vida vacía, donde nadie se respetaba y cada cual trataba siempre de buscar la parte útil y provechosa de su semejante, sin tomar en cuenta al individuo y su valor. Me explicó claramente la diferencia fundamente entre lo útil y el valor.
“Algo es útil en vista de un valor –dijo-. El valor se impone de por sí. Si no se impone, no es valor. Lo útil, en cambio, es útil para algo o para alguien. Es sólo relativo en relación a otra cosa. El valor es presencia. La utilidad nos sumerge en el tiempo; no puede haber vida interior en una relación con otro individuo, donde únicamente cuenta lo que ese individuo nos puede aportar. Tienen que existir los valores. En la utilidad lo único realmente importante es el yo. Yo y la utilidad de mi yo. Lo útil es pues egocéntrico. El yo, como único valor trae el empobrecimiento del valor”.
No crean que entendí mucho de todo este discurso. Sólo quería hacerle justicia a Ana, transcribiendo lo que me dijo ella, aquella tarde gris de otoño, cuando resolvió meterse de monja. Lo guardo en mi corazón así como guardé en un sobre la tripa con la que cosen las heridas. Ana era suave y sus ideas brillantes. Hubiese podido licenciarse en Letras o en Psicología o simplemente ser una escritora. Prefirió hundirse en el anonimato de una sotana negra.
Ignacio nació mucho después; era mimado por sus hermanos y por mí; era rubio y sonrosado como los ángeles de todos los pintores que recuerdo: Botticelli, Fra Angélico y otros.
Qué bello niño tuve al final de mi juventud, cuando mi marido se acostaba con cuanta secretaria nueva tenía y fumaba pipa o cigarrillos de acuerdo al gusto de cada una. Las conocía por fotos y por sus mechones de pelo, pues conservaba celosamente un álbum con los rulos del pelo de cada mujer que había poseído tratando –al final de su vida- de buscar los tonos cobrizos de los pintores venecianos: Veronese, con sus rubios cenizas apagados había agotado la hoja destinada a este matiz y buscaba con furia los bellos reflejos bermejos de La Magdalena de Tiziano, desnuda y cubierta tan sólo por su espléndida cabellera rojiza.
Qué bello hijo me dio la naturaleza, cuando empecé a distinguir en mí el paso de los años; mi cuerpo blando –hay que hace gimnasia  y darse masajes eléctricos para volver a estar igual que siempre- pensé; las primeras arruguitas al lado de los ojos, en las comisuras de los labios, el vientre flojo y la carne blanda que cae y cuelga desde los hombros al codo, yo no sé por qué.
Ignacio fue siempre bello, aún en la adolescencia, cuando otros chicos cambian la voz y se llenan de granos, él pasó del pantalón corto al largo con la misma naturalidad que tienen los pimpollos al abrirse y convertirse en flor, de la noche a la mañana.
Ignacio murió en el accidente que le correspondía a tanta belleza. Voló por los aires, su cuerpo y su alma juntos. Estalló el avión y de él nunca hubo rastros. En el registro de los pasajeros constaba su nombre y su dirección; la dirección era mi casa donde no regresó. Pero al morir así me dejo la sensación que los mismos ángeles, a lo que tanto se asemejaba, lo habían raptado para mostrárselo a Dios y allí, subyugado por el inmenso poderío de su Cielo, se habría quedado para siempre.
Lo que realmente no le perdono es no haber recibido tan sólo un mensaje de él, algo que dijera; “Estoy bien y feliz. No te preocupes por mí”.
Cuando Ignacio voló al cielo azul celeste, como el manto de la Virgen, mi marido ya se había marchado de nuestra casa. Me olvidaba decir que al irse se llevó las fotos y el álbum de los mechones de pelo, junto con el cepillo de dientes, sus ropas y sus trajes. Se fue detrás de una preciosa criatura de la cual se enamoró locamente. Para mí fue como si se hubiese roto el tacho de la basura o como si un botón de mi viejo batón se hubiera descosido. No tuve ningún sentimiento para con él y su ida fue casi un respiro: no nos hablábamos, no nos acostábamos, no nos mirábamos. Me dolió tanto como una basurita en el ojo.
La muerte de Ignacio fue mi gran tragedia. Desde el día que me anunciaron su desaparición celestial, un ligero temblor en la mano derecha y un tic nervioso en el ojo izquierdo, que me apareció repentinamente fueron las únicas demostraciones de mi angustia. Mientras viva no podré sobreponerme a su muerte.
Luis fue un gran dolor, Ana no me importó, pero Ignacio casi fue el fin de mi existencia, hasta que Fifí se aproximó a mí, después de varios días pasados en un estado que lindaba con la locura; se fue acercando y  gimiendo a mis pies, tratando de llamar mi atención hacia su frágil personita.
Yo me encontraba en el suelo –recuerdo, hecha un ovillo de frío, de miedo, de desazón y de hambre, cuando su tibio cuerpo rozó apenas el mío y en ese instante volvió la vida a mi ser y la razón a mi mente dolorida;
Sólo guardo el ligero temblor en la mano derecha y un tic en el ojo izquierdo, como ya dije.
Fifí fue, desde ese entonces, mi vida entera. Era como si yo, ser ubicado dentro de una pelota inmensa  y vacía, hubiese encontrado otro ser que me perteneciera y -muy importante- me necesitara.
Comimos, dormimos, paseamos juntos durante diez años. Lo llevaba al zoológico, al circo, a los restaurantes, a misa, como si fuese un niño. Más adelante, cuando creció y maduró un poco, fuimos a conciertos, a mi palco reservado número 77, por el pasillo de la izquierda, al fondo.
Mi fortuna con el tiempo fue decayendo, por falta de ahorros y por la pésima administración y un día me encontré pobre como las ratas.
Sólo me preocupa Fifí. Al administrador le preocupa el dinero. Saqué las cuentas que viviendo muy mediocremente podría soportar dos años más y después el asilo. Pero mi tragedia es que en el asilo no aceptan perros, ni siquiera a Fifí, que es un ser. Yo prefiero, al morir, ir personalmente a la fosa común con Fifí que a la más paqueta bóveda de la Recoleta.
Fifí vive. Debe seguir viviendo en cierto lugar para poder yo continuar existiendo.
Les pregunto a ustedes, que han oído mi historia: -¿No han visto pasar un perrito muy viejo, de mirada triste y cabezón, que apenas podía marchar?

























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