UNA EXTRAÑA AVENTURA
Acabo
de despertarme de una magnífica siesta en la cual repuesto
mis fuerzas. Busco de inmediato mi frasco de agua de colonia floral, por
supuesto, ya que odio toda aroma de lavanda, demasiado dulce y penetrante. Sí:
cualquier perfume siempre que no sea flora.
Tengo
una especie de manía desde hace algunos años; me siento olor a moho. Soy vieja,
aunque no tanto; otras están más arrugadas y avejentadas que yo, pero en
especial en mí siento este olor a moho. Es posible que si en vez de agua de
colonia me pusiese polvo de naftalina o un huevo de alcanfor, esa sensación
desapareciera, aunque es prácticamente imposible ya que asfixiaría a los demás;
en cambio así, no olor sólo me moleste a
mí.
Se
preguntarán porqué toda esta perorata sobre el agua de colonia. Lo que pasa es
que tengo mucho tiempos por delante –muchas horas quiero decir- y tengo que
reflexionar en alta voz, pues nadie de la familia me lleva el apunte. ¡Imagínense!
Cómo se van a ocupar de una vieja de siete veces diez años “a punto de crepar”,
como dijeron mis nietos el otro día. Está bien. Tenéis razón, pero esta vez
gano yo. Me muero, pero de vieja; de corazón, arterias y órganos gastados; de
intestinos deteriorados, de arteriosclerosis, de cerebro mal irrigado y que sé
yo cuántas ñañas más. Pero no me muero de ninguna enfermedad de moda – ¡a mucha
honra!-
El cáncer
no me afectó; ningún rechazo de órganos artificiales que duran, a veces, con
suerte, unos meses y después, puff, lo mismo; la muerte con más llantos y
gritos todavía, porque los familiares ya lloraron cuando lo operaron, cuando
resultó favorable la operación, cuando salió del hospital, después de largos
meses de internación; cuando jugó al tenis la primera vez, después del injerto,
cuando besó a su mujer, cuando comió pavo y cuando vio a su nietecito recién
nacido. Se preocuparon la primera, segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta,
séptima recaída y nuevamente lágrimas cuando –por fin!- murió.
Nada
de eso para mí; no, señores. Yo muero de muerte natural. Lo tuve a vuestro
padre de parte natural, vino al mundo naturalmente y me muero con naturalidad.
Ajá,
me olvidaba de contaros a qué viene todo esto. Tuve una maravillosa aventura,
hace unos pocos días.
…
Después de haber
dormido varias horas seguidas, me desperté con la extraña sensación de que algo
había cambiado en mi cuarto. Como si me hubiesen trasladado a otro lugar más
confortable. Fíjense que la cama no tenía patas; se sostenía en el aire, como
un globo de gas, sin ningún esfuerzo. No tenía
mesa de luz; simplemente cuando deseaba algo, la cosa bajaba del techo,
como movida por un resorte del cual colgaba. Tanto fuera un libro como un
remedio o mi frasco de agua de colonia. Si estaba leyendo, al finaliza la
última línea, la página se daba vuelta por sí sola, antes de mover yo misma la
mano.
Cuando empezaba a tener una leve aprensión por tanto modernismo,
ciertas maquinarias de formas ovaladas se acercaron a mí. Intenté hablar y vi
que mis palabras no se oían en el espacio. Daba la sensación de que dentro de mi
garganta hubieran colocado una sordina que me impedía salir la voz. Comencé a gritar y sucedió lo mismo: ni yo me
oía tan siquiera.
Los seres ovalados y metálicos se aproximaron a mí y en vez de
hablar se levantaba una visera al nivel de su mirada y extraños signos se
formaban en una especie de pantalla de un blanco radiante.
Quise mover las manos pero éstas no respondían a mi deseo igual
que el resto de mi cuerpo. Sólo cuando pensaba en algo, se me ofrecía sin hacer
yo el más mínimo movimiento.
Las máquina ( o como se llamen estas cosas extrañas) comenzaron
a utilizar un especie de bisturí con el cual abrieron mis cuerpo desde la
garganta hasta el ombligo. Desesperada miré mi pecho abierto y –horror!- no
salía sangre ni sentía dolor alguno.
Miré como movieron los músculos y las costillas hasta llegar con sus
manos tenazas a mi corazón. Lo rasparon con una punta afilada y cortante y con
una aguja de punta fina me introdujeron
una descarga eléctrica.
Después de unos minutos que me resultaron eternos, volví a ver
las pantallas blanquecinas repletas de signos misteriosos. Al bajar la visera,
la luz se apagaba y el otro abrí la suya para devolver los jeroglíficos: pensé:
lo necesitaría a Champollion para ayudarme a descifrar estos signos.
Al instante apareció un hombrecito peculiar, mitad ser humano y
mitad maquinaria que, sonriendo, abrió su visera y esta vez con palabras
conocidas, porque hablaba en mi idioma, me explicó que ellos habían descubierto
un método para transformarnos en inmortales y creían estar capacitados para
efectuarlo en un ser humano. Pensé; por qué yo, pobre vieja indefensa? Me
respondió, sin que yo hubiera abierto la boca, que yo
Era el ejemplar que “ellos” necesitaban, pues estaba a punto de
morir y podían probar así los efectos.
_ Ahora, me dijo, repose, que nada le pasará.
Y así fue. Una leve fatiga se apoderó paulatinamente de mí. Me
fui adormeciendo al compás de signos con tonos musicales que eran horrorosos,
como si raspasen el pizarrón con una tiza
o la garra de un gato arañase un cristal o sonasen miles de bocinas
ensordecedoras en un cruce de avenida, cerrada por reparación.
En fin, dormí, y lo que me pareció mucho tiempo, casi diría
días, me desperté en mi auténtica cama con una sensación maravillosa.
Vi que muchos de mis familiares, ya que amigas no tengo –todas
murieron, pobrecitas- estaban llorando.
Por Dios! Exclamé; esto parece un trasplante.
Un familiar rió y respondió; un trasplante no; un milagro.
Los doctores se han puesto de acuerdo en jugarme una mala
pasada. Dicen que no voy a morir, que un milagro se ha operado y que, a pesar
de mi aspecto viejo y deteriorado, casi la mayoría de mis órganos y células
están cambiadas por otras de gente adolescente
Están locos. Que digan lo que quieran. Yo voy a morir y de
muerte natural. A pesar de que el fin se acerca, me siento mejor, pero ellos,
-los médicos, quiero decir- que piensen lo que quieran.
Yo me voy a morir y muy pronto para dejarlos con la boca
abierta… salvo, ¡Oh Dios!, salvo… que todo haya sido realidad.
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