sábado, 17 de enero de 2015

APOLO Y DAFNE


APOLO Y DAFNE


Daphne era deliciosa. Una estilizada criatura, parecida las imágenes que pintó Botticelli en el Renacimiento. Pero, según la opinión de Apolo, tenía un solo defecto: era casta, pura, inexpugnable.
Una mañana temprano, cuando todavía los ruiseñores están en los brazos de Orfeo, Apolo se levantó decidido a poseerla.
Ella fue como siempre a bañarse al río. Sumergió su delicado pie en el agua; luego, paulatinamente, con garbo y brío, se deslizó dentro. Hundió sus nalgas y sus pechos, estiró los brazos y tocó la espuma. Rió, serena y feliz.
Apolo la espiaba con avidez. Su mirada relampagueaba; las pupilas esmeraldas estaban dilatadas por la excitación; los pies rígidos, los músculos tensos. Todo él era una fibra de carne humana en suspenso, un signo de interrogación a punto de desbordar.
Daphne salió lentamente. Sacudió su cabellera dorada; temblaba su inmaculado cuerpo en contacto con el aire y gimió de placer. Girando su cuello con donaire, vio la mirada ávida del Dios del amor.
Se alejó de prisa. Corrió, como una gacela asustada, cuando vio que él la perseguía. Se deslizó ágilmente, sin tocar con sus pies la tierra y extendió los brazos al cielo en ademán de ayuda. Júpiter no desoyó su ruego. Criatura predilecta de los dioses, no podía ser abandonada a esta triste suerte.
Cuando Apolo apoyó la mano glotonamente sobre la cintura de su juvenil víctima, ésta profirió un grito de terror.
Al instante se partió el cielo en dos; un trueno sordo y profundo se oyó a lo l ejos; dos relámpagos estallaron entre las nubes y, lerdamente, el cuerpo de esa pequeñita ninfa etérea se fue transformando.
En los dedos de los pies le crecieron prontamente raíces; su pierna izquierda se convirtió en corteza, cubriendo con timidez la virginidad de sus pudores. Las manos se alargaron en frágiles ramas; su cabellera dorada, embellecida por el alba, fue perdiendo el brillo del oro tiziano y adquirió la rugosidad de las hojas secas. El grito sordo, en la boca aterrorizada, se perdió para siempre.
Era la hora exquisita. Bajo los ojos de un Apolo enloquecido, Daphne se transformó en laurel.

lunes, 5 de enero de 2015

EL DESAYUNO

EL DESAYUNO

Anoche nos hicimos una promesa. Mientras le hicimos la pera al baño, preparamos todo para que fuera más sencillo. Te acostaste a medio vestir, con remera, sweater y calzoncillo; al blue Jean lo pusiste al borde de la cama y en el suelo esperaban tus botitas inquietas para la sorpresa. Y así fue; apenas me desperté te llamé entre runruneos aún de sueño, pues te oí conversar con tu hermano menor y te recordé, en esa quejumbrosa llamada, tu olvido. Ligero cual un cervatillo dorado, diste un brinco, te pusiste el pantalón, los zapatos –cosa que jamás logro que hagas- fuiste al baño, te lavaste la cara, te cepillaste el pelo, ése que Dios te otorgó de seda, y disparaste abajo gritando: -Marta, Marta, ven que te necesito-. Me quedé pues, esperando tu llegada, con los ojos cerrados, en mi cama. Al ratito, cuando casi me había vuelto a dormir, oí el tintineo de una cucharita sobre el plato, el ruido a risa recién hecha y lo pasos de mi amor subiendo por la escalera que lleva a mi dormitorio. Apareciste tú, hecho miel y luz, con tus manos regordetas sosteniendo una bandeja enorme para tus pocos años, llena de remedios, de galletitas con manteca y dulce de frutilla y una taza de café humeante, invitándome a despertar con una sonrisa de agradecimiento. Tomé apurada esa bandeja que había llegado casi por casualidad intacta a mi cuarto y saboree mi desayuno encantada. Tú, parado al lado de mi cama, peinado y reluciendo de felicidad, me preguntabas: -¿Lo hice bien, mamá? ¿Está bien?- -Sí- respondí yo, con mis ojos, pues mi boca estaba llena de dulce y de amor. Pues eso quise escribirte, Santito, cuando empecé este cuento. La vida está llena de inesperadas compensaciones, que pueden tornar un día en un milagro, un momento odioso en una aventura. Este desayuno tan tambaleante que llegó a mi cama, una mañana de Julio, cuando estábamos de vacaciones, será inolvidable en mi memoria, porque me lo trajiste tú, mi amor, mi hijo querido, y porque lo dejé estampado en un papel para que otros lo puedan saborear conmigo.

EL SINO



EL SINO

Una mujer madura, de rostro bello, está sentada en medio de sus bultos durante horas enteras. Son toda su pertenencia. En mis paseos diurnos me detengo a mirarla. No es una mujer sumida en pesadillas que retorna cada día a su miseria. A veces canturrea una melodía de su antigua patria, Polonia, tal vez.
¿Dónde -me pregunto- encuentra la hospitalidad de un buen sueño? Por las noches intento no pasar por allí para no saber si está: me derrumbaría. Tengo la impresión de que ha sido violentamente arrojada de su sitio natal por la guerra e impuesta aquí, en la Argentina, como un jarrón vacío. A veces está adormecida. Respira. La vida se transmite por sus huesos, en medio del absurdo orden de sus bultos. Su cráneo es pequeño, como el de las mujeres del Báltico, aprisionado su frágil cuerpo en harapos. Cuando llueve, envuelta en un inmenso nylon, se asemeja a un puñado de arcilla,
El dilema no está en la miseria, en la suciedad o fealdad del espectáculo. Esa mujer conoció otro sino. Alguien, de joven, le sonrió, le trajo flores, quizá tuvo el gozo de un hijo entre sus brazos o -coqueta y segura de su encanto- se complació en atormentar a los hombres.
Hoy es un ser gastado y feliz -pese a todo- que canta una deliciosa melodía en medio de mi angustia, no la suya.
El misterio reside en el porqué se convirtió en este montón de arcilla ¿Qué pasado la marcó, como una máquina de forjar, para que esta bella pasta humana se haya herrumbrado?
Tiene un rostro adorable. Me la imagino de niña. De una pareja nació esta fruta dorada. De nobles extranjeros ha nacido esta gracia y encanto. Tiene el rostro de un Mozart-niño asesinado. Protegida, cultivada: ¿Qué hubiera llegado a ser?
Cuando en los jardines nace por mutación una rosa nueva y extraña, todos los jardineros se vuelcan hacia ella y la cuidan, la cultivan, la favorecen.
Para esta mujer no hubo un jardinero complaciente; fue marcada por la máquina devoradora de la vida y desde su nacimiento fue condenada.
Esta mujercita no sufre por su suerte, pero atormenta mi angustia. Me enloquezco y me conmuevo, como una llaga perpetuamente abierta. Quizá ella, que la arrastra y la lleva a cuestas, no la siente. No parece herida ni lastimada como individuo sino como la especie humana, la sociedad en sí.
Creo en la piedad. Me lastima el jardinero que no supo encontrarla. Ella se ha instalado en la locura tan fácilmente como otros en la pereza. Me entristece esa mujer madura, en medio de sus bultos, esa carita de rasgos finos y ojos rientes, con modales áureos.
El sentido de su vida, el sabor de su existencia le ha sido modificado, aunque tal vez, en el agudo rincón de sus recuerdos, como la sigla de una nota discordante, quede vivo aún su Mozart-niño respirando. Me duele, ella, ese ser, en todo el cuerpo.




MI PERRO FIFÍ


   MI PERRO FIFI

Busco un perro que perdí en la calle, mientras compraba un solo kilo de tomates. Mi perro se llama Fifí y vive, siento que vive, porque si muere yo no serviría de nada a nadie. Sólo él me necesita (¡y yo sé cuánto!) ¿Quién le dará las pastillas para su reuma, las gotas para su corazón cansado? ¿Quién lo llevará a pasear en un cochecito de bebé, porque de tan viejo no puede caminar? ¿Quién se levantará de noche para llevarlo a su rinconcito?
Fifí me necesita. Fifí vive.
Entró en mi casa hace quince años. Yo tenía entonces treinta y cinco años y me conservaba buena boza aún.
Mis tres hijos iban y venían por mi casa como cachorros junto a su perra. Siempre tuve la heladera bien surtida y una cama de más por si venía algún amigo.
Luis, el mayor, fue siempre serio. Prometía ser médico y fue médico, hasta que un día sintió un ligero temblor en una pierna, después un cosquilleo en la mano con la cual cerraba los puntos de la herida y cayó fulminado. Para mí fue un gran choque. Mi hijo Luis, una de las tres piedras angulares de mi catedral, se desvanecía, cayendo al suelo y haciendo trastabillar la armonía de las otras arcadas que dependían en cierta medida de él. Luis fue mi hijo médico y murió en cumplimiento de su profesión, como caen los soldados en la guerra. Al morir tenía todavía las manos ensangrentadas, olor a tintura methiolate y un hilo de… ¿cómo lo llaman… tripa de gato, cola de caballo?, colgaba entre su pulgar y su índice. Yo lo guardé y anoté en un sobre:” tripa con la que cosen las heridas.”
Luis se fue. Ana se metió de monja. Me dijo que estaba harta de esta vida vacía, donde nadie se respetaba y cada cual trataba siempre de buscar la parte útil y provechosa de su semejante, sin tomar en cuenta al individuo y su valor. Me explicó claramente la diferencia fundamente entre lo útil y el valor.
“Algo es útil en vista de un valor –dijo-. El valor se impone de por sí. Si no se impone, no es valor. Lo útil, en cambio, es útil para algo o para alguien. Es sólo relativo en relación a otra cosa. El valor es presencia. La utilidad nos sumerge en el tiempo; no puede haber vida interior en una relación con otro individuo, donde únicamente cuenta lo que ese individuo nos puede aportar. Tienen que existir los valores. En la utilidad lo único realmente importante es el yo. Yo y la utilidad de mi yo. Lo útil es pues egocéntrico. El yo, como único valor trae el empobrecimiento del valor”.
No crean que entendí mucho de todo este discurso. Sólo quería hacerle justicia a Ana, transcribiendo lo que me dijo ella, aquella tarde gris de otoño, cuando resolvió meterse de monja. Lo guardo en mi corazón así como guardé en un sobre la tripa con la que cosen las heridas. Ana era suave y sus ideas brillantes. Hubiese podido licenciarse en Letras o en Psicología o simplemente ser una escritora. Prefirió hundirse en el anonimato de una sotana negra.
Ignacio nació mucho después; era mimado por sus hermanos y por mí; era rubio y sonrosado como los ángeles de todos los pintores que recuerdo: Botticelli, Fra Angélico y otros.
Qué bello niño tuve al final de mi juventud, cuando mi marido se acostaba con cuanta secretaria nueva tenía y fumaba pipa o cigarrillos de acuerdo al gusto de cada una. Las conocía por fotos y por sus mechones de pelo, pues conservaba celosamente un álbum con los rulos del pelo de cada mujer que había poseído tratando –al final de su vida- de buscar los tonos cobrizos de los pintores venecianos: Veronese, con sus rubios cenizas apagados había agotado la hoja destinada a este matiz y buscaba con furia los bellos reflejos bermejos de La Magdalena de Tiziano, desnuda y cubierta tan sólo por su espléndida cabellera rojiza.
Qué bello hijo me dio la naturaleza, cuando empecé a distinguir en mí el paso de los años; mi cuerpo blando –hay que hace gimnasia  y darse masajes eléctricos para volver a estar igual que siempre- pensé; las primeras arruguitas al lado de los ojos, en las comisuras de los labios, el vientre flojo y la carne blanda que cae y cuelga desde los hombros al codo, yo no sé por qué.
Ignacio fue siempre bello, aún en la adolescencia, cuando otros chicos cambian la voz y se llenan de granos, él pasó del pantalón corto al largo con la misma naturalidad que tienen los pimpollos al abrirse y convertirse en flor, de la noche a la mañana.
Ignacio murió en el accidente que le correspondía a tanta belleza. Voló por los aires, su cuerpo y su alma juntos. Estalló el avión y de él nunca hubo rastros. En el registro de los pasajeros constaba su nombre y su dirección; la dirección era mi casa donde no regresó. Pero al morir así me dejo la sensación que los mismos ángeles, a lo que tanto se asemejaba, lo habían raptado para mostrárselo a Dios y allí, subyugado por el inmenso poderío de su Cielo, se habría quedado para siempre.
Lo que realmente no le perdono es no haber recibido tan sólo un mensaje de él, algo que dijera; “Estoy bien y feliz. No te preocupes por mí”.
Cuando Ignacio voló al cielo azul celeste, como el manto de la Virgen, mi marido ya se había marchado de nuestra casa. Me olvidaba decir que al irse se llevó las fotos y el álbum de los mechones de pelo, junto con el cepillo de dientes, sus ropas y sus trajes. Se fue detrás de una preciosa criatura de la cual se enamoró locamente. Para mí fue como si se hubiese roto el tacho de la basura o como si un botón de mi viejo batón se hubiera descosido. No tuve ningún sentimiento para con él y su ida fue casi un respiro: no nos hablábamos, no nos acostábamos, no nos mirábamos. Me dolió tanto como una basurita en el ojo.
La muerte de Ignacio fue mi gran tragedia. Desde el día que me anunciaron su desaparición celestial, un ligero temblor en la mano derecha y un tic nervioso en el ojo izquierdo, que me apareció repentinamente fueron las únicas demostraciones de mi angustia. Mientras viva no podré sobreponerme a su muerte.
Luis fue un gran dolor, Ana no me importó, pero Ignacio casi fue el fin de mi existencia, hasta que Fifí se aproximó a mí, después de varios días pasados en un estado que lindaba con la locura; se fue acercando y  gimiendo a mis pies, tratando de llamar mi atención hacia su frágil personita.
Yo me encontraba en el suelo –recuerdo, hecha un ovillo de frío, de miedo, de desazón y de hambre, cuando su tibio cuerpo rozó apenas el mío y en ese instante volvió la vida a mi ser y la razón a mi mente dolorida;
Sólo guardo el ligero temblor en la mano derecha y un tic en el ojo izquierdo, como ya dije.
Fifí fue, desde ese entonces, mi vida entera. Era como si yo, ser ubicado dentro de una pelota inmensa  y vacía, hubiese encontrado otro ser que me perteneciera y -muy importante- me necesitara.
Comimos, dormimos, paseamos juntos durante diez años. Lo llevaba al zoológico, al circo, a los restaurantes, a misa, como si fuese un niño. Más adelante, cuando creció y maduró un poco, fuimos a conciertos, a mi palco reservado número 77, por el pasillo de la izquierda, al fondo.
Mi fortuna con el tiempo fue decayendo, por falta de ahorros y por la pésima administración y un día me encontré pobre como las ratas.
Sólo me preocupa Fifí. Al administrador le preocupa el dinero. Saqué las cuentas que viviendo muy mediocremente podría soportar dos años más y después el asilo. Pero mi tragedia es que en el asilo no aceptan perros, ni siquiera a Fifí, que es un ser. Yo prefiero, al morir, ir personalmente a la fosa común con Fifí que a la más paqueta bóveda de la Recoleta.
Fifí vive. Debe seguir viviendo en cierto lugar para poder yo continuar existiendo.
Les pregunto a ustedes, que han oído mi historia: -¿No han visto pasar un perrito muy viejo, de mirada triste y cabezón, que apenas podía marchar?

























UNA EXTRAÑA AVENTURA



UNA EXTRAÑA AVENTURA

Acabo de despertarme de una magnífica siesta en la cual  repuesto  mis fuerzas. Busco de inmediato mi frasco de agua de colonia floral, por supuesto, ya que odio toda aroma de lavanda, demasiado dulce y penetrante. Sí: cualquier perfume siempre que no sea flora.
Tengo una especie de manía desde hace algunos años; me siento olor a moho. Soy vieja, aunque no tanto; otras están más arrugadas y avejentadas que yo, pero en especial en mí siento este olor a moho. Es posible que si en vez de agua de colonia me pusiese polvo de naftalina o un huevo de alcanfor, esa sensación desapareciera, aunque es prácticamente imposible ya que asfixiaría a los demás; en cambio así, no olor sólo  me moleste a mí.
Se preguntarán porqué toda esta perorata sobre el agua de colonia. Lo que pasa es que tengo mucho tiempos por delante –muchas horas quiero decir- y tengo que reflexionar en alta voz, pues nadie de la familia me lleva el apunte. ¡Imagínense! Cómo se van a ocupar de una vieja de siete veces diez años “a punto de crepar”, como dijeron mis nietos el otro día. Está bien. Tenéis razón, pero esta vez gano yo. Me muero, pero de vieja; de corazón, arterias y órganos gastados; de intestinos deteriorados, de arteriosclerosis, de cerebro mal irrigado y que sé yo cuántas ñañas más. Pero no me muero de ninguna enfermedad de moda – ¡a mucha honra!-
El cáncer no me afectó; ningún rechazo de órganos artificiales que duran, a veces, con suerte, unos meses y después, puff, lo mismo; la muerte con más llantos y gritos todavía, porque los familiares ya lloraron cuando lo operaron, cuando resultó favorable la operación, cuando salió del hospital, después de largos meses de internación; cuando jugó al tenis la primera vez, después del injerto, cuando besó a su mujer, cuando comió pavo y cuando vio a su nietecito recién nacido. Se preocuparon la primera, segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta, séptima recaída y nuevamente lágrimas cuando –por fin!- murió.
Nada de eso para mí; no, señores. Yo muero de muerte natural. Lo tuve a vuestro padre de parte natural, vino al mundo naturalmente y me muero con naturalidad.

Ajá, me olvidaba de contaros a qué viene todo esto. Tuve una maravillosa aventura, hace unos pocos días.
   Después de haber dormido varias horas seguidas, me desperté con la extraña sensación de que algo había cambiado en mi cuarto. Como si me hubiesen trasladado a otro lugar más confortable. Fíjense que la cama no tenía patas; se sostenía en el aire, como un globo de gas, sin ningún esfuerzo. No tenía  mesa de luz; simplemente cuando deseaba algo, la cosa bajaba del techo, como movida por un resorte del cual colgaba. Tanto fuera un libro como un remedio o mi frasco de agua de colonia. Si estaba leyendo, al finaliza la última línea, la página se daba vuelta por sí sola, antes de mover yo misma la mano.
Cuando empezaba a tener una leve aprensión por tanto modernismo, ciertas maquinarias de formas ovaladas se acercaron a mí. Intenté hablar y vi que mis palabras no se oían en el espacio. Daba la sensación de que dentro de mi garganta hubieran colocado una sordina que me impedía salir la voz.  Comencé a gritar y sucedió lo mismo: ni yo me oía tan siquiera.
Los seres ovalados y metálicos se aproximaron a mí y en vez de hablar se levantaba una visera al nivel de su mirada y extraños signos se formaban en una especie de pantalla de un blanco radiante.
Quise mover las manos pero éstas no respondían a mi deseo igual que el resto de mi cuerpo. Sólo cuando pensaba en algo, se me ofrecía sin hacer yo el más mínimo movimiento.
Las máquina ( o como se llamen estas cosas extrañas) comenzaron a utilizar un especie de bisturí con el cual abrieron mis cuerpo desde la garganta hasta el ombligo. Desesperada miré mi pecho abierto y –horror!- no salía sangre ni sentía dolor alguno.  Miré como movieron los músculos y las costillas hasta llegar con sus manos tenazas a mi corazón. Lo rasparon con una punta afilada y cortante y con una aguja de punta fina me introdujeron  una descarga eléctrica.

Después de unos minutos que me resultaron eternos, volví a ver las pantallas blanquecinas repletas de signos misteriosos. Al bajar la visera, la luz se apagaba y el otro abrí la suya para devolver los jeroglíficos: pensé: lo necesitaría a Champollion para ayudarme a descifrar estos signos.
Al instante apareció un hombrecito peculiar, mitad ser humano y mitad maquinaria que, sonriendo, abrió su visera y esta vez con palabras conocidas, porque hablaba en mi idioma, me explicó que ellos habían descubierto un método para transformarnos en inmortales y creían estar capacitados para efectuarlo en un ser humano. Pensé; por qué yo, pobre vieja indefensa? Me respondió, sin que yo hubiera abierto la boca, que yo
Era el ejemplar que “ellos” necesitaban, pues estaba a punto de morir y podían probar así los efectos.
_ Ahora, me dijo, repose, que nada le pasará.
Y así fue. Una leve fatiga se apoderó paulatinamente de mí. Me fui adormeciendo al compás de signos con tonos musicales que eran horrorosos, como si raspasen el pizarrón con una tiza  o la garra de un gato arañase un cristal o sonasen miles de bocinas ensordecedoras en un cruce de avenida, cerrada por reparación.
En fin, dormí, y lo que me pareció mucho tiempo, casi diría días, me desperté en mi auténtica cama con una sensación maravillosa.
Vi que muchos de mis familiares, ya que amigas no tengo –todas murieron, pobrecitas- estaban llorando.
Por Dios! Exclamé; esto parece un trasplante.
Un familiar rió y respondió; un trasplante no; un milagro.
Los doctores se han puesto de acuerdo en jugarme una mala pasada. Dicen que no voy a morir, que un milagro se ha operado y que, a pesar de mi aspecto viejo y deteriorado, casi la mayoría de mis órganos y células están cambiadas por otras de gente adolescente
Están locos. Que digan lo que quieran. Yo voy a morir y de muerte natural. A pesar de que el fin se acerca, me siento mejor, pero ellos, -los médicos, quiero decir- que piensen lo que quieran.
Yo me voy a morir y muy pronto para dejarlos con la boca abierta… salvo, ¡Oh Dios!, salvo… que todo haya sido realidad.




UNA ALEGORÍA


   UNA ALEGORÍA    (to Lord Byron)

Ya no recuerdo cómo fue y porqué me caí, pero de repente me encontré en una corriente que me arrastraba río abajo. Sé que hacia donde descendía había un pálido reflejo de sol tenue; también sé que intenté por todos los medios de no ahogarme, de llegar a la orilla, aunque fuera a los tumbos, arañándome contra las peñas.
No me dejaba ir  pausadamente; me aferraba a las piedras filosas que sobresalían de los acantilados y  en vez de  protegerme se me incrustaban en la carne.
Yo seguía contorsionando mi cuerpo  parar el impulso de esa corriente que me sacudía y me enredaba en sus locos remolinos; gritaba, manaba sangre de mis heridas y, plena de magullones, intenté zafarme de tanto horror, de tanto ahogo.
De repente, apareció un leño, una madera lisa de buena calidad que retozaba junto a mí; me prendí a ella, agradeciendo al Cielo tanta suerte; la madera se dejó hacer, me sirvió de apoyo. Yo no la tomaba, la apretaba fuertemente con todos mis miembros de miedo a que me abandonase,  en medio de esa agitada marea.
Era suave; se ajustaba a mis necesidades y ya no temía avanzar y dejé de rebelarme, de atropellarme junto a las rocas de ese río burbujeante.
Si, involuntariamente somorgujaba río abajo, retenida por el leño lograba vencer la tormenta y volvía a resurgir con nuevos bríos y fuerzas.
Fui casi feliz durante un tiempo.
Un día la madera se desprendió de mí; no sé cómo sucedió ni siquiera si fue de repente o paso a paso, pero me encontré nuevamente sin apoyo; desesperada miré a mi alrededor y vi que se alejaba despacio, con lentitud, como mirando mis esfuerzos por retenerla, como no queriendo abandonarme de golpe, temiendo mi propio desprendimiento. Si me vencían las fuerzas y me dejaba estar sin intentar luchar, se acercaba balanceándose sobre las ondas fluviales, como queriéndome arrastrar.
Rugosas y ásperas eran sus astillas sobresalientes, las que jamás había notado, cuando apoyaba sobre ella mi cabeza para reposar un rato.
Yo no comprendía esta metamorfosis en el leño; porqué ahora su contacto con las yemas de mis dedos  me hacía sagrar  y por ende llorar; estaba desconsolada y triste; a menudo me quejaba pero, por extraño que parezca no peleaba en contra de la corriente, como antes, cuando me arrinconaba por los rincones de las bahías para protegerme.
Lloraba, gemía, le pedía al leño que no me abandonara, que no flotara cerca de mí sin ser mi apoyo ni mi sostén.
Me acostumbré; uno siempre se habitúa, aun al dolor  a las pérdidas más caras, pero mi alma era una llaga y me dolía el cuerpo.
La madera, cada vez más lejana, me abandonó; ya no la vi como una tabla, la única tabla de salvación sino como un leño que me había herido, quizá sin querer, por no saber, por no entender. La veía con cariño por lo que fue y con pena por lo que no quiso ser más.
Pienso que empecé a madurar; por primera vez hice la plancha sin miedo y me animé a estirar el cuello para observar el panorama que se abría delante de mí;  vi que nada era tan trágico como me pareció al principio de la caída. El río seguía arrastrándome y al dejar de rebelarme con movimientos contradictorios contra su propio influjo, se tornó más llevadero; hasta percibí la frescura del agua y el contacto agradable del sol que me entibiaba.
Me asombré; había peleado tanto contra los escombros que verme flotar se convirtió en un puro placer. Cómo me desconsolaba, cuando volvía a ver el leño haciéndome sentir su abandono, su distancia de mi lado. Cuánto mal me hacía encontrarlo sin poderlo rozar.

Yo seguía avanzando; el agua era fresca y el camino se   hacía acogedor. Al levantar la cabeza veía luz, una luz tenue de atardeceres cálidos, invitándome a abrazarme y a cobijarme en sus rayos eternos y envolventes

UNA SEÑAL



 Señor… pasé mi vida no hallándote. Corría tras de ti y ya eras ido, de flor en flor, de zumo en zumo; llegaba siempre tarde, media hora, veinte, cinco minutos. Al final te perdía por fracciones de milésimas de segundos o por ínfimas fracciones más pequeñas.

Señor… mi camino eras tú; te perseguí como a ciervo herido, entre montes y pasturas, entre ríos y montañas. Busqué tu camino, recorrí espacios y senderos. Ni tú me sorprendiste ni yo alcé los ojos y vi tu esplendor: te escondías y te temía.
La gente solía encontrarte. Escuchaba los relatos con ira y fatiga. Para ellos era un acto cotidiano; para mí, el fin de mis angustias. Quería pedirte paz, una paz sin apremios, sin límites espaciados, una paz duradera.
Preguntaba cómo eras, de dónde eras y a nadie interesaba. Llegaba en el instante inoportuno. Tú siempre huías; llegabas antes que yo o después de mi partida: jamás unidos.
Me daban tus predicados: alto, un metro ochenta, tez morena, ojos claros, mirada melancólica, compasiva; infinitamente bueno, infinitamente sabio.

Señor… hace dos mil años que espero. Tengo la edad de tu historia, el tiempo límite entre tu nacimiento y tu muerte.
Pregunté por tus milagros: me dieron un millar de nombres y un millar de curas diversas.
Pregunté por tus causas: defendías a los pobres, protegías a los enfermos, odiabas a los tartufos y anhelabas someter la corrupción. Y hablabas como un padre, sin descanso alguno.
Tuve distintas opiniones, pero el discurso era similar: eras bueno, eras honesto, decente, generoso y bello.
-¿Y los ojos?- les decía. -¿Y su mirada?-
­-Difícil de explicar- me respondían; como la voz cálida, como la arena ardiente, el color del poniente, de la oscuridad.
No quise cejar. No abdiqué. Quería saber de ti, quería llegar a tiempo. Veinte siglos al acecho es demasiado. Muchos te veían, otros te dejaban y yo no claudicaba. Repetían tus milagros. Reconocían tu reino; yo hervía de impaciencia.

Señor… quiero ver a Dios, escuchar tu voz, observas el límite de tu sombra. He envejecido en tu búsqueda. Mi color es gris; mi mirada, monótona. Pregunto lo mismo y me responden lo mismo:
                 
“Mil gracias derramando…
Pasó por estos sotos con presura.”

Tengo el corazón de vidrio y las plantas de los pies de acero. Quiero ver al Verbo Divino. He llegado a la tierra, entre miles de millones de asteroides, planetas y galaxias para encontrarte y reconocer tu presencia con premura. Mi impaciencia me estorba.
He caminado años entre pueblos tristes, de continente en continente, sin fe, con ansias solamente. Ahora, al cabo de mi andar, tropiezo y me apabullo.
Jamás falté, pero hoy, que me deslizo en pos de ti, lastimo y hago daño.
Sin embargo, te hallaré, por un día o un minuto apenas. Mi cansancio tiene un límite y tu compasión –me han dicho- es infinita.
Será mi última aventura, el gran hallazgo, encuentro sin despedida, abrazo impostergable.
Señor… pasé  mi existencia entera buscando tu huella certera, aunque la fecha y el veredicto definitivo corresponden a Aquél, cuyo nombre no debe ni puedo ser invocado.
Quizá te perseguí en vano.
Quizá morabas en mí.

HANS

Hans                                             

Lo conocí a Hans en casa de mi hijo. Era un animalito pequeño, endeble, casi raquítico, con los ojos celestes, de mirada diáfana y limpia, la mirada de los santos y de los inocentes. Uno quedaba prendado de sus pupilas, porque, en oposición a ciertos felinos de su estirpe, no existía maldad ni agresividad, sólo pureza e ingenuidad.

Me cuestioné sobre la conducta de Santiago hacia ese indefenso

Intruso, que había invadido su nuevo hogar. Sentí temor por su habitual impaciencia, por su orden recién estrenado y desordenado en el presente, con los maullidos de este hambriento rezongón insatisfecho, que nos tenía siempre al borde de una posible caída.

Me equivoqué. No sólo mostró una paciencia infinita hacia él y sus travesuras sino que se tornó paternal. Todos sus caprichos eran absueltos con una sonrisa en los labios. Me asombré al demostrar mi hijo una nueva faceta de su personalidad y me enternecí pensando en los potenciales nietos, que de tal modo domarían sus desplantes, su fuerte carácter de adolescente, habituado a valerse por sí mismo.

Santi cambiaba. Hans crecía. Se había transformado en una bolita retozona y juguetona que todos mimaban. Se escondía  zigzagueando entre nuestras piernas, inquietándonos con sus repentinas desapariciones. Luego de sus comidas solía enroscarse sibaríticamente, haciendo la digestión diaria en un cajón lleno de cables y de enchufes sin usar.

El tiempo pasaba. Hans crecía. Santiago me lo contó el domingo. Lo buscó por los estacionamientos cercanos, preguntando a sus vecinos. Fue en vano. Nadie lo había visto. Por la madrugada, retornando de una reunión, lo encontró en su habitual rinconcito y de gozo lo tiró al aire para recibirlo en sus brazos.

Desde ese instante todos vivían a la espera de sus movimientos, observando la puerta de reojo, para prohibir el menor intento de fuga, aunque Santi sostenía que no se iría. Lo afirmaba con convicción, como todo en la vida.

Yo tuve un escalofrío. Recordaba con aprehensión otras frases afirmativas, que con el tiempo se habían vuelto negativas. El Sino no cabe en la imagen de mi hijo: sus convicciones son las de un adolescente, que cree que maneja el destino a su antojo, sin saber que Otro mueve los hilos desde arriba, en ocasiones en contra de nuestros más caros deseos.

 

Fue en Nochebuena. Santi se había ido a Adrogué para pasar las fiestas, junto a su padre y su familia paterna. Yo presentí una desgracia, pero se mantenía oculta a mi raciocinio. Estuve enferma esa Noche, el domingo y el lunes, débil aún, entré a la casa de mi hijo, en busca de Hans. Le había llevado comida ex profeso para él. Pregunté. Los ojos fijos de mi hijo me miraron. Tardó en responder. Sabía de su herida abierta, pero temía aún más mi reacción. Fue parco y sintético. A Hans lo había pisado un automóvil en pleno natalicio de Cristo niño.

 

Sentí un dolor profundo, agudo: era el dolor de mi hijo que traspasaba mi cuerpo.

Evitamos hablar. No hice preguntas; no necesité hacerlas; supe todo lo que significaba su silencio. Comprendí el cambio de su expresión, las pupilas agrandadas por el esfuerzo de no llorar, su soledad infinita. Y callamos, pasando a otros temas, aunque Hans seguía entre nosotros, entre las cifras y los picos de los diagramas semanales, que me mostraba para restablecer el diálogo y esconder la pena.

Comprendí sin conceptos el origen de su angustia. Santi vive solo: tiene veinte años. Recién se inicia en los pasos por la vida monótona y tediosa, que él convierte en una aventura. Hans era muy importante en su vida. Compartía las madrugadas solitarias, antes de que despertaran las máquinas de lavar, a fin de retomar su ritmo habitual; compartía su desayuno, sus bostezos, luego de una reunión en casa de amigos; era quien lo hacía sonreír un domingo, al alba, con sus maullidos hambrientos y sus piruetas de payaso.

Navidad. ¿Por qué en Nochebuena? ¿Por qué, con mi hijo, el destino se empeñaba ese año en mostrarse tan injustamente cruel?

Encontró una nota donde le advertían que lo habían atropellado en la calle, quedando mustio y sin vida, cuando hace dos siglos una estrella iluminaba un pesebre en Belén.

Cristina Bosch P R

 

 

 

 

 

 

        Hans                                             

Lo conocí a Hans en casa de mi hijo. Era un animalito pequeño, endeble, casi raquítico, con los ojos celestes, de mirada diáfana y limpia, la mirada de los santos y de los inocentes. Uno quedaba prendado de sus pupilas, porque, en oposición a ciertos felinos de su estirpe, no existía maldad ni agresividad, sólo pureza e ingenuidad.

Me cuestioné sobre la conducta de Santiago hacia ese indefenso

Intruso, que había invadido su nuevo hogar. Sentí temor por su habitual impaciencia, por su orden recién estrenado y desordenado en el presente, con los maullidos de este hambriento rezongón insatisfecho, que nos tenía siempre al borde de una posible caída.

Me equivoqué. No sólo mostró una paciencia infinita hacia él y sus travesuras sino que se tornó paternal. Todos sus caprichos eran absueltos con una sonrisa en los labios. Me asombré al demostrar mi hijo una nueva faceta de su personalidad y me enternecí pensando en los potenciales nietos, que de tal modo domarían sus desplantes, su fuerte carácter de adolescente, habituado a valerse por sí mismo.

Santi cambiaba. Hans crecía. Se había transformado en una bolita retozona y juguetona que todos mimaban. Se escondía  zigzagueando entre nuestras piernas, inquietándonos con sus repentinas desapariciones. Luego de sus comidas solía enroscarse sibaríticamente, haciendo la digestión diaria en un cajón lleno de cables y de enchufes sin usar.

El tiempo pasaba. Hans crecía. Santiago me lo contó el domingo. Lo buscó por los estacionamientos cercanos, preguntando a sus vecinos. Fue en vano. Nadie lo había visto. Por la madrugada, retornando de una reunión, lo encontró en su habitual rinconcito y de gozo lo tiró al aire para recibirlo en sus brazos.

Desde ese instante todos vivían a la espera de sus movimientos, observando la puerta de reojo, para prohibir el menor intento de fuga, aunque Santi sostenía que no se iría. Lo afirmaba con convicción, como todo en la vida.

Yo tuve un escalofrío. Recordaba con aprehensión otras frases afirmativas, que con el tiempo se habían vuelto negativas. El Sino no cabe en la imagen de mi hijo: sus convicciones son las de un adolescente, que cree que maneja el destino a su antojo, sin saber que Otro mueve los hilos desde arriba, en ocasiones en contra de nuestros más caros deseos.

 

Fue en Nochebuena. Santi se había ido a Adrogué para pasar las fiestas, junto a su padre y su familia paterna. Yo presentí una desgracia, pero se mantenía oculta a mi raciocinio. Estuve enferma esa Noche, el domingo y el lunes, débil aún, entré a la casa de mi hijo, en busca de Hans. Le había llevado comida ex profeso para él. Pregunté. Los ojos fijos de mi hijo me miraron. Tardó en responder. Sabía de su herida abierta, pero temía aún más mi reacción. Fue parco y sintético. A Hans lo había pisado un automóvil en pleno natalicio de Cristo niño.

 

Sentí un dolor profundo, agudo: era el dolor de mi hijo que traspasaba mi cuerpo.

Evitamos hablar. No hice preguntas; no necesité hacerlas; supe todo lo que significaba su silencio. Comprendí el cambio de su expresión, las pupilas agrandadas por el esfuerzo de no llorar, su soledad infinita. Y callamos, pasando a otros temas, aunque Hans seguía entre nosotros, entre las cifras y los picos de los diagramas semanales, que me mostraba para restablecer el diálogo y esconder la pena.

Comprendí sin conceptos el origen de su angustia. Santi vive solo: tiene veinte años. Recién se inicia en los pasos por la vida monótona y tediosa, que él convierte en una aventura. Hans era muy importante en su vida. Compartía las madrugadas solitarias, antes de que despertaran las máquinas de lavar, a fin de retomar su ritmo habitual; compartía su desayuno, sus bostezos, luego de una reunión en casa de amigos; era quien lo hacía sonreír un domingo, al alba, con sus maullidos hambrientos y sus piruetas de payaso.

Navidad. ¿Por qué en Nochebuena? ¿Por qué, con mi hijo, el destino se empeñaba ese año en mostrarse tan injustamente cruel?

Encontró una nota donde le advertían que lo habían atropellado en la calle, quedando mustio y sin vida, cuando hace dos siglos una estrella iluminaba un pesebre en Belén.

Cristina Bosch P R

 

 

HANS                                             

Lo conocí a Hans en casa de mi hijo. Era un animalito pequeño, endeble, casi raquítico, con los ojos celestes, de mirada diáfana y limpia, la mirada de los santos y de los inocentes. Uno quedaba prendado de sus pupilas, porque, en oposición a ciertos felinos de su estirpe, no existía maldad ni agresividad, sólo pureza e ingenuidad.

Me cuestioné sobre la conducta de Santiago hacia ese indefenso

Intruso, que había invadido su nuevo hogar. Sentí temor por su habitual impaciencia, por su orden recién estrenado y desordenado en el presente, con los maullidos de este hambriento rezongón insatisfecho, que nos tenía siempre al borde de una posible caída.

Me equivoqué. No sólo mostró una paciencia infinita hacia él y sus travesuras sino que se tornó paternal. Todos sus caprichos eran absueltos con una sonrisa en los labios. Me asombré al demostrar mi hijo una nueva faceta de su personalidad y me enternecí pensando en los potenciales nietos, que de tal modo domarían sus desplantes, su fuerte carácter de adolescente, habituado a valerse por sí mismo.

Santi cambiaba. Hans crecía. Se había transformado en una bolita retozona y juguetona que todos mimaban. Se escondía  zigzagueando entre nuestras piernas, inquietándonos con sus repentinas desapariciones. Luego de sus comidas solía enroscarse sibaríticamente, haciendo la digestión diaria en un cajón lleno de cables y de enchufes sin usar.

El tiempo pasaba. Hans crecía. Santiago me lo contó el domingo. Lo buscó por los estacionamientos cercanos, preguntando a sus vecinos. Fue en vano. Nadie lo había visto. Por la madrugada, retornando de una reunión, lo encontró en su habitual rinconcito y de gozo lo tiró al aire para recibirlo en sus brazos.

Desde ese instante todos vivían a la espera de sus movimientos, observando la puerta de reojo, para prohibir el menor intento de fuga, aunque Santi sostenía que no se iría. Lo afirmaba con convicción, como todo en la vida.

Yo tuve un escalofrío. Recordaba con aprehensión otras frases afirmativas, que con el tiempo se habían vuelto negativas. El Sino no cabe en la imagen de mi hijo: sus convicciones son las de un adolescente, que cree que maneja el destino a su antojo, sin saber que Otro mueve los hilos desde arriba, en ocasiones en contra de nuestros más caros deseos.

 

Fue en Nochebuena. Santi se había ido a Adrogué para pasar las fiestas, junto a su padre y su familia paterna. Yo presentí una desgracia, pero se mantenía oculta a mi raciocinio. Estuve enferma esa Noche, el domingo y el lunes, débil aún, entré a la casa de mi hijo, en busca de Hans. Le había llevado comida ex profeso para él. Pregunté. Los ojos fijos de mi hijo me miraron. Tardó en responder. Sabía de su herida abierta, pero temía aún más mi reacción. Fue parco y sintético. A Hans lo había pisado un automóvil en pleno natalicio de Cristo niño.

 

Sentí un dolor profundo, agudo: era el dolor de mi hijo que traspasaba mi cuerpo.

Evitamos hablar. No hice preguntas; no necesité hacerlas; supe todo lo que significaba su silencio. Comprendí el cambio de su expresión, las pupilas agrandadas por el esfuerzo de no llorar, su soledad infinita. Y callamos, pasando a otros temas, aunque Hans seguía entre nosotros, entre las cifras y los picos de los diagramas semanales, que me mostraba para restablecer el diálogo y esconder la pena.

Comprendí sin conceptos el origen de su angustia. Santi vive solo: tiene veinte años. Recién se inicia en los pasos por la vida monótona y tediosa, que él convierte en una aventura. Hans era muy importante en su vida. Compartía las madrugadas solitarias, antes de que despertaran las máquinas de lavar, a fin de retomar su ritmo habitual; compartía su desayuno, sus bostezos, luego de una reunión en casa de amigos; era quien lo hacía sonreír un domingo, al alba, con sus maullidos hambrientos y sus piruetas de payaso.

Navidad. ¿Por qué en Nochebuena? ¿Por qué, con mi hijo, el destino se empeñaba ese año en mostrarse tan injustamente cruel?

Encontró una nota donde le advertían que lo habían atropellado en la calle, quedando mustio y sin vida, cuando hace dos siglos una estrella iluminaba un pesebre en Belén.

Cristina Bosch P R

 

 

 

 

 

 

        

 

 

 

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URIBURU



La casa de mi abuelos era lujosa, pero yo la veía de un lujo asiático, mucho mayor. Mi recuerdo es el de una niña de once años, enamorada del verde y del sol. En Uriburu reinaba la oscuridad, aunque afuera hubiera sol; Los muebles, el comedor trágico cuya mesa gigantesca y sus sillas se codeaban con la vitrina repleta de copas; copas color bermejo – para el vino tinto- y verde –para el vino blanco- y dos docenas de copas de un blanco radiante, para el agua cristalina de ese entonces. Todas ellas, apiladas en orden, siempre en el mismo lugar. Pegado a ese comedor en tinieblas por los pesados cortinados que nunca se abrían, había un diminuto jardín de invierno, un lugarcito mágico para mí. En dos metros y medio por uno de ancho cohabitaban las plantas más originales de un color verde, verde, que te quiero verde; allí, el sol sí entraba a raudales por unas ventanas con vidrios de diferentes colores, formando una guirnalda y dibujos en el centro. En este sitio reinaba el sol, aunque no podíamos jugar ni movernos. No me atrevía más que a mirarlo con deleite. En verdad, nos retaban de sólo mirarlo, tal era el cariño que mi abuelo le tenía, pues, a pesar de ser una esquina de tres pisos, el sol se centraba en este lugar. El resto era tenebroso, con ciertos destellos de luz al entreabrir los pesados cortinados. Sin embargo, no debía ser un lugar triste, pues estaba saturado de instrumentos musicales: dos pianos de cola, un violoncello, un arpa y un armonio armonizaban dentro de la sala de música, el lujoso y sí soleado salón y el escritorio en planta baja de mi abuelo, recinto de paz y de misterio. No recuerdo alegría, ni color, ni chispa de ingenio en ninguno de sus innumerables escondites. Había salas, salones y saloncitos, cuartos, cuartos de roperos y cuartitos, todo por triplicado y de considerables proporciones. Nosotras corríamos con nuestras medias y nuestros zapatos blancos,URIBURU patinando por los corredores, a pesar de los chistidos de Fina, la antigua gobernanta de mi padre, mis tíos y mi madrina. Nada podía disminuir nuestra alegría de vivir con intensidad, ni esa vejez que se olía por doquier, ni ese olor a moho rancio, a perfume francés, volcado ex –profeso. Yo tenía once años, repito y en mis reminiscencias sólo entreveo el reflejo de luz de mis zapatos inmaculados, de mis rodillas aterciopeladas, recién enjabonadas por manos expertas. Junto con mi hermano nos escondíamos con nuestra risa fresca, recién fabricada. Otro gran asombro era sus baños con pisos de mosaicos negros y blancos, como tablero de ajedrez. Jugábamos a la rayuela en esas baldosas relucientes, hasta que me encontraban y nos obligaban a lavarnos las manos y a peinarnos. Y recuerdo su cadena arcaica con su eslabón de porcelana en la punta. Sus bañaderas eran de un blanco esplendoroso, no porque las enjabonaban bien a fondo, sino meramente por ser de buena calidad. Otro gran secreto era el sube platos: ¡qué maravilla, qué pozo misterioso para una chiquilla, qué hondo lugar para llegar hasta el infierno, cuando nos asomábamos por su hueco! Y subía y bajaba con ruido a cadenas y muerte, como un espectro dolorido a punto de expirar. De allí en más no la recuerdo; murió en mi memoria, pese a haber seguido en pie muchos años más. Cuando mis padres se divorciaron ese año, mi padre regresó a Uriburu y yo la borré totalmente de mi vida. Destruí su imagen a propósito; sin embargo, al llegarme ahora todos los martes con mi niño de la mano y pasar frente a la puerta de lo que fue Uriburu en otra época, oigo aún los pasos de mis zapatos relucientes y la risa argentina de una niña que – en su demolición- sucumbió.