Tenía quince años la primera vez que te vi. La segunda vez había cumplido ya mis veintidós. Había una reunión en Adrogué y todos bailaban, salvo tú y yo que, sentadas en el diván, conversábamos. Me hablaste de tus hijos, de tu hogar, de la importancia del concepto familiar y me observabas como la futura mujer de tu hijo.
Pasaron unos meses; por una situación que no vale la pena mencionar, pasé tres días contigo en Adrogué y nos hicimos amigas para siempre, para toda la vida, más allá de la muerte que hoy nos separa.
Te quise, Quetén. Hoy, en esta máquina, con el temor a la hoja blanca vacía, con muchos conceptos que no sé cómo encadenar, deseo gritarlo, aullarlo al Cielo. Te quise y te quiero: fue un pacto de amor para toda la eternidad.
¡Cuántas cosas nos unen, cuántos recuerdos emergen! Adrogué, el caqui, vestido de fiesta en el otoño, alzándose con garbo y gran simetría, danzando sus hojas cantarinas al son del viento otoñal. Adrogué se hizo mío como la uña a la carne y dentro de ese ámbito reinabas tú, pequeñita, diminuta, deliciosamente. A fines de marzo solíamos sentarnos para contemplar ese árbol tan amado pasar pausadamente del verde seco de sus hojas de estío a los ocres y caobas del principiante otoño. A veces parecía vestido de dos estaciones diferentes. Los verdes luchaban por continuar siéndolo, mientras los tostados invadían su zona. Finalmente vencía la fresca estación y sumiso se inclinaba. En invierno, altivo y soberbio, resplandecía al sol, como vestido de fiesta.
Como vestida de fiesta fue también nuestra relación. Calma, sin baches, tranquilo el sendero. Nos quisimos naturalmente; ninguna tragedia empañó ese cariño, hecho más de caricias que de palabras. Algunos seres se relacionan oralmente, a través de la palabra. Tú te conectabas mediante el roce suave e inquieto de tu mano: amabas a tu modo, acariciando.
No encarábamos la vida de la misma manera. La filosofía te dejaba indiferente; la psicología te era una abstracción, un absurdo concepto sin sentido. Rechazabas la angustia, la depresión, que por una ironía trágica fue la causa de tu partida; sólo admitías un cierto etéreo aburrimiento, que desparecía de inmediato, si Carlitos regresaba o si desde el portón sentías la bocina de nuestro auto, aproximándose con tu primer nieto, Tati, o Santi, el de tu nombre predilecto, y luego Sebi, el tierno adolescente que Dios hizo tan bueno.
Aparecía también yo, alegre y dinámica, toda vida o silenciosa, apagada, todo dolor, de acuerdo al período que me tocaba vivir.
El peral, la primavera, las blancas flores, el zumbido de una abeja libando su miel, el pegajoso calor del verano, el mantel tendido, los almuerzos, el ping-pong, nuestros retos, el hábito del domingo; la humedad, el rocío, el cróquet y las risas y los llantos, los pañales, el silencio, mis ganas de contar o mi tristeza, a la cual nunca te apegaste; jamás entraste en mis turbios subterráneos.
Emerges entre mis recuerdos siempre fresca, con olor a talco y colonia, movediza, inquieta, franca, jovial. Amabas la risa recién hecha, los cuentos, nuestras crónicas: eran tu alimento social; vivías de nuestros labios. Siempre te reías, siempre alegre, siempre fresca.
Franca, tajante, generosa en extremo, intentando equilibrar lo que el destino otorgó en forma desigual. El dolor de cabeza fue la única queja que escuché en años, el cual mitigabas con dos aspirinas, que luego se transformaron en mis costumbre diaria. Más tarde, muchos años después, llegó el dolor de piernas, el no poder deslizarte ágilmente.
Tu voz guardó el brillo hasta los últimos días: hablabas fuerte; solías imponerte; a veces lastimabas. He tomado tu defensa en varias ocasiones; he sido herida, ocasionalmente, pero no guardé la herida ni guardé el rencor. Amabas y querías arbitrariamente. No existían grises en tus razonamientos: o blanco o negro: jamás medias tintas. Conocía lo bueno, lo que vale, sin apegarte a ello. La vida era para ti un rayo de sol entre tus lirios, un atardecer bajo el peral, el jardín, un buen libro, la chimenea encendida en el invierno, una taza de té humeante, tus hijos, tus nietos, las toallas finas y los repasadores bellos. Carlitos y Carlos fueron tu eje de acción, el centro de tu hogareña circunferencia.
Te ofrecí poco, es cierto; te regalé los festejos de todas las fiestas familiares; te cedí mis Nochebuenas, los aniversarios de mis hijos, pues sabía que a tu lado se recuperaba el sentido de la palabra familia, arraigado a ti. Renuncié a festejar todo lo mío, aún el sagrado día de la Madre a fin de que mis hijos respiraran fiestas felices, navidades en familia, cumples con risas y sol.
Hoy se apagó tu querida voz; ese timbre que escucho en mi silencio mermará y será recuerdo. Sebastián partió a tu entierro diciendo: “Para mí fue un ejemplo de vida”.
Tal vez no pude ofrecerte una Elegía, como fue mi intención, pero esta frase tan auténtica de mi hijo menor es el broche áureo para finalizar esta oración post mortem, que brota desde el fondo de mi alma agradecida. Merecería figurar sobre tu tumba, llena de lirios azules, plantados sobre esas tierra aún húmeda de pena, con algunos tulipanes amarillos, meciéndose indisciplinados sobre ti.
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