CUENTO MÍTICO
Daphne
Daphne era deliciosa. Una estilizada criatura, parecida las imágenes que pintó Botticelli en el Renacimiento. Pero, según la opinión de Apolo, tenía un solo defecto: era casta, pura, inexpugnable.
Una mañana temprano, cuando todavía los
ruiseñores están en los brazos de Orfeo, Apolo se levantó decidido a poseerla.
Ella fue como siempre a bañarse al río.
Sumergió su delicado pie en el agua; luego, paulatinamente, con garbo y brío,
se deslizó dentro. Hundió sus nalgas y sus pechos, estiró los brazos y tocó la
espuma. Rió, serena y feliz.
Apolo la espiaba con avidez. Su mirada relampagueaba; las pupilas esmeraldas estaban dilatadas por la excitación; los pies rígidos, los músculos tensos. Todo él era una fibra de carne humana en suspenso, un signo de interrogación a punto de desbordar.
Apolo la espiaba con avidez. Su mirada relampagueaba; las pupilas esmeraldas estaban dilatadas por la excitación; los pies rígidos, los músculos tensos. Todo él era una fibra de carne humana en suspenso, un signo de interrogación a punto de desbordar.
Daphne salió lentamente. Sacudió su cabellera
dorada; temblaba su inmaculado cuerpo en contacto con el aire y gimió de
placer. Girando su cuello con donaire, vio la mirada ávida del Dios del amor.
Se alejó de prisa. Corrió, como una gacela
asustada, cuando vio que él la perseguía. Se deslizó ágilmente, sin tocar con
sus pies la tierra y extendió los brazos al cielo en ademán de ayuda. Júpiter
no desoyó su ruego. Criatura predilecta de los dioses, no podía ser abandonada
a esta triste suerte.
Cuando Apolo apoyó la mano glotonamente sobre la cintura de su juvenil víctima, ésta profirió un grito de terror.
Cuando Apolo apoyó la mano glotonamente sobre la cintura de su juvenil víctima, ésta profirió un grito de terror.
Al instante se partió el cielo en dos; un
trueno sordo y profundo se oyó a lo lejos; dos relámpagos estallaron entre las
nubes y, lerdamente, el cuerpo de esa pequeñita ninfa etérea se fue
transformando.
En los dedos de los pies le crecieron
prontamente raíces; su pierna izquierda se convirtió en corteza, cubriendo con
timidez la virginidad de sus pudores. Las manos se alargaron en frágiles ramas;
su cabellera dorada, embellecida por el alba, fue perdiendo el brillo del oro
de Tiziano y adquirió la rugosidad de
las hojas secas. El grito sordo, en la boca aterrorizada, se perdió para
siempre.
Era la hora exquisita. Bajo los ojos de un Apolo enloquecido, Daphne se transformó en laurel.
Era la hora exquisita. Bajo los ojos de un Apolo enloquecido, Daphne se transformó en laurel.
CUENTOS FAMILIARES
Cuando te nombro te busco en el cielo. No en el
cielo de los buenos. Simplemente allí, suspendido, quizá porque eras profesor
de astronomía y yo te confundía con “astrólogo”. Pero yo no te recuerdo así. Mi
visión es la de un mago con un gran bonete azul salpicado de estrellitas,
observando el cielo. Y digo mago porque, además de saber el nombre de cada
constelación y conocer el destino de la Vía Láctea , mi abuelo fabricaba barriletes a
raudales. Los armaba durante la semana y los traía el sábado a la quinta para
remontarlos. No era uno solo; a veces tres o cuatro juntos en el mismo
carretel, a los cuales les enviábamos telegramas para saludarlos mediante
papelitos de diferentes colores. Sabías cortar con la tijera las más
maravillosas bailarinas de papel, conforme se lo fuéramos pidiendo. Poseía,
además, toda clase de chucherías guardadas en su escritorio. Además de
astrólogo, profesor de astros, fabricante de barriletes, era músico. Tocaba el
violoncello y nos enseñaba piano. Cuando nos llevaban al Colón, en el entreacto nos acercaban a su palco,
donde nos esperaba con una caja de lengüitas de gato o una lata de almendras.
Recuerdo la dulzura de tus ojos
celestes, las reuniones de té bajo los eucaliptos, contándonos cuentos, y las
escapadas en busca de los barriletes perdidos. Aprendí a tocar el “para Elisa”
bajo tu mirada exigente y a no decir “malas palabras” porque “no existen en el
diccionario”. Aprendí de tus largas caminatas el placer por caminar y siempre apoyada en una rama, como lo hacías
tú. Me enseñaste el arte del silencio, la soledad, la música, el olor dulzón de
los aromos, la paciencia y un sin fin de cosas más que no me las señalaron,
porque tal vez se olvidaron. Sólo las recuerdo como cuando uno hojea un álbum
de fotos y las figuras parecen salir de su pose estática para convertirse en
duendes de historietas. Aprendí, también, la pasión por el color, a admirar la
naturaleza, a amar lo simple, a no molestar más de lo debido, a ser reservado.
Tu lema era: “Si quieres que algo esté bien hecho, hazlo tú mismo.” Y así fue:
hasta tu muerte temprana, jamás se te oyó murmurar una queja ni un gemido.
Caíste como cae un roble, con altivez y orgullo en tu mirada. Cuando me
anunciaron tu muerte, yo estaba en el jardín; había flores y pasto a mi
alrededor. Caí de rodillas, con las manos sobre mi vestido. Y no pude llorar,
recuerdo, porque llorar significaba estar triste. Yo no sabía hasta qué punto
morir era no verte nunca más. A los nueve años no se valora esa palabra. Creí
que era un largo viaje hacia las estrellas. Creí que iba a encontrarte en la Vía Láctea o en Saturno,
girando alrededor, como uno de sus anillos, tal como me lo explicabas tú.
Imaginé el viento hablándome en susurros de ti y yo enviándote mensajes, allá,
alto, a través de nuestros queridos barriletes. Jamás volví a remontar ninguno.
Sin embargo, aún hoy, en cada cometa que vuela, veo un poco tu imagen feliz de
abuelo pleno. Eres, de los seres queridos, el que más extraño y quiero. Los dos
teníamos mucha semejanza. Éramos como dos gotas de rocío, balanceándose en la
misma hoja; dos gotas de rocío bajo un pino, en un día de lluvia. De ti me
quedó todo lo escrito… y el silencio
EL DESAYUNO
Anoche
nos hicimos una promesa. Mientras le hicimos la pera al baño, preparamos todo
para que fuera más sencillo. Te acostaste a medio vestir, con remera, sweater y
calzoncillo; al blue- Jean lo pusiste al borde de la cama y en el suelo
esperaban tus botitas inquietas para la sorpresa.
Y así fue; apenas me desperté te llamé entre runruneos aún de sueño, pues te oí conversar con tu hermano menor y te recordé, en esa quejumbrosa llamada, tu olvido. Ligero cual un cervatillo dorado, diste un brinco, te pusiste el pantalón, los zapatos –cosa que jamás logro que hagas- fuiste al baño, te lavaste la cara, te cepillaste el pelo, ese que Dios te otorgo de seda y disparaste abajo gritando:
_Marta, Marta, ven que te necesito.
Me quedé pues,
esperando tu llegada, con los ojos cerrados, en mi cama. Al ratito, cuando casi
me había vuelto a dormir, oí el tintineo de una cucharita sobre el plato, el
ruido a risa recién echa y lo pasos de mi amor subiendo por la escalera que
lleva a mi dormitorio.
Apareciste tú, hecho
miel y luz, con tus manos regordetas sosteniendo una bandeja enorme con tus
pocos años llena de remedios, galletitas
con manteca y dulce de frutilla y una taza de café humeante, invitándome a
despertar con una sonrisa de agradecimiento.
Tomé apurada esa
bandeja que había llegado casi por casualidad intacta a mi cuarto y saboree mi
desayuno, encantada.
Tú, parado al lado de
mi cama, peinado y reluciendo de felicidad, me preguntabas:
_Lo hice bien, mamá. ¿Está bien?
-Sí- respondía yo con
mis ojos, pues mi boca estaba llena de dulce y amor. Por eso quise escribirte,
Santito, cuando empecé este cuento. La vida está llena de inesperadas
compensaciones que pueden tornar un día en un milagro, un momento odioso en una
aventura.
Este desayuno tan tambaleante que llegó a mi
cama, una mañana de Julio, cuando estábamos de vacaciones, será inolvidable en
mi memoria, porque me lo trajiste tú, mi amor, mi hijo querido y porque lo dejé
estampado en un papel para que otros lo puedan saborear conmigo.
ABROJITO
De ti no hay nada escrito. Eres como un tercer hijo al cual nunca se le sacó una foto, pese a que el primogénito y aun el segundón tienen sus álbumes repletos. Tú tienes fotos –unas cuantas- pero no un cuento de tu madre. No me creció ninguno como a tu hermano Cristián ni ningún poema brotó de mis labios como cuando nació Santiago. A ti, Abrojito, cuando naciste, me brotó una lágrima y junto a ella un sollozo. Estuviste muy enfermo; respiraste normalmente, lloraste espontáneamente pero, a los veinte minutos, cuando una enfermera pasó a tu lado, te vio totalmente morado y notó que te estabas asfixiando. Empezó entonces una corrida de médicos y enfermeras y yo, sin saber nada. Sospeché algo, cuando me vinieron a preguntar por tu padre, a la noche, pero me acallé yo misma la angustia. Por la mañana un doctor –especialista en neonatos- vino a anunciarme tu actual “statu quo” entre la vida y la muerte: o te salvabas o te morías; no había ninguna chance más que esperar. Y así esperamos sin novedades durante setenta y dos horas, viéndote respirar a través de una incubadora con oxígeno, plasma y sangre corriendo artificialmente por tus venas. Al cabo de ese tiempo, repuntaste poco a poco; te sacaron el plasma, la sangre- no el oxígeno- y por primera vez te vi con un pañal. Morado, grisáceo, parecías invocar a Dios en cada uno de tus esfuerzos por mantener la vida. Se te hundía el pecho, el estómago parecía desinflarse, te ponías tenso, hasta tu próxima respiración.
Y te veo ahora en esa foto que está siempre en
mi mesa de luz, rodeado de tacos de reina que caen de una vasija de barro,
hablándola a una hora que tienes en la mano y señalando un posible bichito
minúsculo con el dedo y siento que mana al fin la calma, cara de conejo,
dientes de conejo, nariz de enchufe. Tu primer sobrenombre fue el de Abrojito,
por la graciosa posición que adoptabas al tenerte yo contra mi cuello y quedar
tú colgado sin sostenerte siquiera, sin moverte. Una amiga de mi madre, la ver
tu posición acurrucado en mi hombro, exclamó: _ ¡Qué gracioso! Si parece un
abrojito. Y así te llamé durante el primer año de vida, bastante complicado por
cierto. A los ocho días te toqué por vez primera, ya no detrás del vidrio de
una incubador sino contra mi mejilla y mi pecho. A los tres meses te operaban
de una hernia y a los cinco te morías de una neumonía y desde allí en más viví
una pesadilla atroz, entre tus bronquitis espasmódicas, tu poco madura laringe,
tu posible quiste que no lograban detectar, tus no sé cuántas potenciales
enfermedades que no traían sosiego a mi alma. Fue a ver una vidente que
pronosticó tu cura repentina a los dos años. Y así fue, allí te transformaste
en un ser encantador, pajarito mío, todo dulce, todo hecho de sol. Te sentaba
blanco inmaculado en el pasto del jardín de Adrogué y te quedabas quieto como
un jarrón en exposición. Fuiste manso y tierno por naturaleza hasta que te
creció la nariz de enchufe e hiciste un corto circuito con tu anterior
personalidad, pues a los dos años y medio te nació la independencia como a
otros le crecen los dientes. Mi niño creció; ahora tiene tres años; dorado,
retozón al igual que un barrilete, lo llamo mi Botticelli, mi príncipe azul. Eres
el último vástago que me regalé yo misma y cuanto quiero y quise lo logré a
través tuyo. En ti mueren mis ansias de madre; por ti aprendí a entregarme más
allá de toda posibilidad de dar; surgieron lágrimas de sangre de mis pupilas
ardientes, al estar tú tan grave y se me secó el corazón. … Es para ti,
Abrojito mío, este cuento que me brotó cual manantial.
A veces, de pura pena no más, de lástima, quisiera
abrazarme y encerrarme en mis brazos para no ver más el hollín y el desorden
que me rodea. Y me propongo con firmeza no volver a empezar, dejar que mi casa
tome poquito a poco esa patina de vida que le da unas paredes manchadas de
dedos y unos muebles brillante por el manoseo de nuestros hijos. Y no puedo;
siento algo más fuerte que me impulsa a limpiar con frenesí lo que sé
absolutamente que volverá a estar igual veinticuatro horas después. Miro con
deleite los hogares de mis amigas, criticándolas en mi interior, comparándolo
con el mío y al llegar siento que un vaho de polvo me impide respirar. Es como
si no pudiera estarme quieta y donde van mis niños ensuciando, voy detrás como
una tortuga, limpiando y ordenando sin cesar hasta el más mínimo papelito
recortado o hilacha esparcida por doquier.
La gente no comprende mi excesiva manía del orden. Hablan del
encanto de una casa con niños que dan vida y color. Yo deseo un orden estático
en las cosas. Sé positivamente que si viviera sola jamás desordenaría con tal
de no tener que arreglar nuevamente. Pero el orden de no desordenar nada a fin
de mantener siempre el orden es un defecto que me está impidiendo vivir con
plenitud.
Gozo al tener una mucama limpiando a fondo todos los días los
placares, estantes, paredes, azulejos y cajones. Suelo poner todo a limpiar por
las dudas si está sucio. Después contemplo la casa y mi vista se extasía frente
a esta fotografía inmaculada de mi hogar recién encerado. Y no lo quiero pisar
ni deseo que arrastren juguetes y me molesta poner la mesa y comer en platos
recién limpios y guardados. Cuando traigo sándwiches y ese día le hacemos la
pera a la cocina, comiendo sobre el papel blanco de la confitería, me solazo
mirando al bies mi piso brillante, que no ensuciaremos ni siquiera con las
migas del pan.
Una mucama fija no es suficiente, necesitaría dos para la
limpieza profunda, por horas, para que rinda más y la fija para el simple
repaso. Así, mirándolas de continuo y haciéndome la que escribo o leo cosas
importantes, las observaría furtivamente criticándoles los zócalos, los
rinconcitos sin dejas escapar el más mínimo detalle de esta limpieza que tan a
lo bobo, me consume con lentitud. A veces, de pura tristeza, me encerraría en
mis brazos para no sentir lo inútil de mi orden continuamente ordenado, de mis
existencia tan vacua, tan encerada.
No creas que no te
quiera, Cristián; te quiero en serio, pero resulta que la gata trae desorden a
la casa, ensucia un rincón que deseo inmaculadamente limpio y perfectamente
ordenado. Además, tú sabes que intenta sumergirse en los dobladillos de las
cortinas y debo espantarla para que no
se suba a los sillones blancos y azules de nuestro living pequeño. También hay
un olor nuevo en la casa que me desagrada, un olor rancio a hígado, que se
mezcla con el polvillo del aserrín que cambiamos a diario: Daphne no soluciona
los problemas del hogar; por el contrario, desmejora la organización y me causa
preocupaciones.
En mi vida no existe
lugar para más problemas. ¡Quiero algo, un resto de tranquilidad! Tengo derecho
- ¿no es cierto? - Soy tu madre y estoy sola, separada de tu padre desde hace
once largos años. Llevo la casa sobre mis frágiles y temerosos hombros y no me
alcanza el dinero para comprar zapatillas ni camisas nuevas.
Por favor, Cristián,
ayúdame, compréndeme al menos; entiende de una vez por todas que no estoy en
contra de la gata sino a favor de mi orden, eso es todo. ¡No es tan difícil de
asimilar!
Mi vida no es fácil;
te tengo a ti y a tus dos hermanos y debo resolver una cantidad de aburridos
dilemas como pagar la luz y quitar plata de donde no alcanza, a fin de pagar
ahora el Impuesto Municipal y luego comprar los huevos de Pascua que finalmente
este año quiero comprarles. ¡Hace tanto que sueño con una Pascua llena de
cintas de colores y mucho chocolate! Quiero recibirlo a Dios como se merece,
pero aquí lo recibimos miserablemente, con agrias sonrisas y miradas ajenas, no
porque no lo amamos sino porque el dinero no alcanza: ¿Cristián, me oyes? - no
alcanza para celebrarlo a mi antojo.
Por favor, te pido que
no te ofendas; eres mi hijo mayor, el más atento a mi desgaste físico y a mi
horror a la soledad; si quito la gata, si me llevo a Daphne y la escondo en un
bolso y la regalo, la casa retomará su aire limpio y pulcro que la caracteriza,
es sólo eso, devolverle su higiene, quitarle el desorden y fregarla a mi gusto.
Si tú quisieras... si tú te lo propusieras, podrías entenderme, aunque claro,
claro... me estoy olvidando de la ternura que estás empezando a demostrar a
través de ella, esa ternura que te hace más abierto y por ende más noble
también. Los cuidados de tu gata te vuelven responsable con el prójimo, aunque
sea este animalito que me saca de las casillas. Es alentador verte prodigar
caricias y sonrisas; es meramente positivo encontrar tus ojos glaucos, -antes
duros e iracundos - disolverse en gestos y caricias. Daphne te licua el
malhumor: te levantas distinto, la buscas con ademanes paternales, dejas las
sábanas y remueves parsimoniosamente descalzo en busca de su alimento que cortas
con cuidado, llena tu alma de generosidad. Y luego abres la heladera y buscas
la leche más cara -la de cartón blanco con vitaminas- y llenas su bol de
plástico naranja y contento al fin la observas comer y beber.
Sí, es cierto que eres
diferente desde que ella está aquí; siempre te haces de un momento para
acariciar su lomo; te levantas incluso más temprano para prodigarlo esos
minutos de amor con sabor a cariño.
No puedo decir que
Daphne no me moleste; por el contrario me sobra en esta casa, me pone nerviosa,
más nerviosa que de costumbre, pero Santiago tu hermano, bien dijo que habría
que buscar qué no me pone nerviosa, qué no me molesta y quizá tiene razón,
Christi, todo me molesta, porque el desorden viene de mi interior; es un
desorden de adultos que tú no comprendes; es un desorden en mis cuentas, porque
nada alcanza, nada sobra y siempre debo pagar con lo que no tengo y quitar de
un pozo vacío, pero si pongo algo de mi generosidad dormida, si de nuevo dejo
abierto el corazón, quizá podamos hacerle un rinconcito a esta gatita que tanto
me estorba, porque en realidad, hijo mío, me estás enseñando una lección de
amor que había olvidado en este trajinar entre libros, escritos y
preocupaciones diarias. Me estás señalando una lección: la de brindar sin esperar
y someterse a un distinto orden en la vida, con tal de que nuestros
sentimientos sigan aflorando y creciendo para ser seres más logrados.
De cualquier manera,
aunque Daphne me siga molestando y reine el desorden en mi balcón y tire las
plantas y escarbe la tierra y luego suba
a los sillones del living y me tenga siempre en el filo de una posible caída,
aunque ensucie un rincón en la cocina y el aserrín vuele con donaire y un olor
nuevo a desinfectante se asome por nuestras ventanas abiertas o cerradas, de
acuerdo al lugar donde se encuentra ella y el olor rancio a hígado me indigne
el alma, me persiga el olfato... a pesar de que desmejore la organización del
hogar y me cause algunos sinsabores: Daphne puede seguir siendo nuestra huésped
habitual.
URIBURU
La
casa de mi abuelos era lujosa, pero yo la veía de un lujo asiático, mucho
mayor. Mi recuerdo es el de una niña de once años, enamorada del verde y del
sol. En Uriburu reinaba la oscuridad, aunque afuera hubiera sol; Los muebles,
el comedor trágico cuya mesa gigantesca y sus sillas se codeaban con la vitrina
repleta de copas; copas color bermejo – para el vino tinto- y verde –para el
vino blanco- y dos docenas de copas de un blanco radiante, para el agua
cristalina de ese entonces. Todas ellas, apiladas en orden, siempre en el mismo
lugar. Pegado a ese comedor en tinieblas por los pesados cortinados que nunca
se abrían, había un diminuto jardín de invierno, un lugarcito mágico para mí.
En dos metros y medio por uno de ancho cohabitaban las plantas más raudales por
unas ventanas con vidrios de diferentes colores, formando una guirnalda y
dibujos en el centro. En este sitio reinaba el sol, aunque no podíamos jugar ni
movernos. No me atrevía más que a mirarlo con deleite. En verdad, nos retaban de
sólo mirarlo, tal era el cariño que mi abuelo le tenía, pues, a pesar de ser
una esquina de tres pisos, el sol se centraba en este lugar. El resto era
tenebroso, con ciertos destellos de luz al entreabrir los pesados cortinados.
Sin embargo, no debía ser un lugar triste, pues estaba saturado de instrumentos
musicales: dos pianos de cola, un violoncello, un arpa y un armonio armonizaban
dentro de la sala de música, el lujoso y sí soleado salón y el escritorio en
planta baja de mi abuelo, recinto de paz y de misterio. No recuerdo alegría, ni
color, ni chispa de ingenio en ninguno de sus innumerables escondites. Había
salas, salones y saloncitos, cuartos, cuartos de roperos y cuartitos, todo por
triplicado y de considerables proporciones. Nosotras corríamos con nuestras
medias y nuestros zapatos blancos, patinando por los corredores, a pesar de los
chistidos de Fina, la antigua gobernanta de mi padre, mis tíos y mi madrina.
Nada podía disminuir nuestra alegría de vivir con intensidad, ni esa vejez que
se olía por doquier, ni ese olor a moho rancio, a perfume francés, volcado ex
–profeso. Yo tenía once años, repito y en mis reminiscencias sólo entreveo el
reflejo de luz de mis zapatos inmaculados, de mis rodillas aterciopeladas,
recién enjabonadas por manos expertas. Junto con mi hermano nos escondíamos con
nuestra risa fresca, recién fabricada. Otro gran asombro era sus baños con
pisos de mosaicos negros y blancos, como tablero de ajedrez. Jugábamos a la
rayuela en esas baldosas relucientes, hasta que me encontraban y nos obligaban
a lavarnos las manos y a peinarnos. Y recuerdo su cadena arcaica con su eslabón
de porcelana en la punta. Sus bañaderas eran de un blanco esplendoroso, no
porque las enjabonaban bien a fondo, sino meramente por ser de buena calidad.
Otro gran secreto era el sube platos: ¡qué maravilla, qué pozo misterioso para
una chiquilla, qué hondo lugar para llegar hasta el infierno, cuando nos
asomábamos por su hueco! Y subía y bajaba con ruido a cadenas y muerte, como un
espectro dolorido a punto de expirar. De allí en más no la recuerdo; murió en
mi memoria, pese a haber seguido en pie muchos años más. Cuando mis padres se
divorciaron ese año, mi padre regresó a Uriburu y yo la borré totalmente de mi
vida. Destruí su imagen a propósito; sin embargo, al llegarme ahora todos los
martes con mi niño de la mano y pasar frente a la puerta de lo que fue Uriburu
en otra época, oigo aún los pasos de mis zapatos relucientes y la risa
argentina de una niña que – en su demolición- sucumbió.
HANS
Lo conocí a Hans en casa de mi hijo. Era un
animalito pequeño, endeble, casi raquítico, con los ojos celestes, de mirada
diáfana y limpia, la mirada de los santos y de los inocentes. Uno quedaba
prendado de sus pupilas, porque, en oposición a ciertos felinos de su estirpe,
no existía maldad ni agresividad, sólo pureza e ingenuidad. Me cuestioné sobre
la conducta de Santiago hacia ese indefenso Intruso, que había invadido su
nuevo hogar. Sentí temor por su habitual impaciencia, por su orden recién
estrenado y desordenado en el presente, con los maullidos de este hambriento
rezongón insatisfecho, que nos tenía siempre al borde de una posible caída. Me
equivoqué. No sólo mostró una paciencia infinita hacia él y sus travesuras sino
que se tornó paternal. Todos sus caprichos eran absueltos con una sonrisa en
los labios. Me asombré al demostrar mi hijo una nueva faceta de su personalidad
y me enternecí pensando en los potenciales nietos, que de tal modo domarían sus
desplantes, su fuerte carácter de adolescente, habituado a valerse por sí
mismo. Santi cambiaba. Hans crecía. Se había transformado en una bolita
retozona y juguetona que todos mimaban. Se escondía zigzagueando entre nuestras
piernas, inquietándonos con sus repentinas desapariciones. Luego de sus comidas
solía enroscarse sibaríticamente, haciendo la digestión diaria en un cajón
lleno de cables y de enchufes sin usar. El tiempo pasaba. Hans crecía. Santiago
me lo contó el domingo. Lo buscó por los estacionamientos cercanos, preguntando
a sus vecinos. Fue en vano. Nadie lo había visto. Por la madrugada, retornando
de una reunión, lo encontró en su habitual rinconcito y de gozo lo tiró al aire
para recibirlo en sus brazos. Desde ese instante todos vivían a la espera de
sus movimientos, observando la puerta de reojo, para prohibir el menor intento
de fuga, aunque Santi sostenía que no se iría. Lo afirmaba con convicción, como
todo en la vida. Yo tuve un escalofrío. Recordaba con aprehensión otras frases
afirmativas, que con el tiempo se habían vuelto negativas. El Sino no cabe en
la imagen de mi hijo: sus convicciones son las de un adolescente, que cree que
maneja el destino a su antojo, sin saber que Otro mueve los hilos desde arriba,
en ocasiones en contra de nuestros más caros deseos. Fue en Nochebuena. Santi
se había ido a Adrogué para pasar las fiestas, junto a su padre y su familia
paterna. Yo presentí una desgracia, pero se mantenía oculta a mi raciocinio.
Estuve enferma esa Noche, el domingo y el lunes, débil aún, entré a la casa de
mi hijo, en busca de Hans. Le había llevado comida ex profeso para él.
Pregunté. Los ojos fijos de mi hijo me miraron. Tardó en responder. Sabía de su
herida abierta, pero temía aún más mi reacción. Fue parco y sintético. A Hans
lo había pisado un automóvil en pleno natalicio de Cristo niño. Sentí un dolor
profundo, agudo: era el dolor de mi hijo que traspasaba mi cuerpo. Evitamos
hablar. No hice preguntas; no necesité hacerlas; supe todo lo que significaba
su silencio. Comprendí el cambio de su expresión, las pupilas agrandadas por el
esfuerzo de no llorar, su soledad infinita. Y callamos, pasando a otros temas,
aunque Hans seguía entre nosotros, entre las cifras y los picos de los
diagramas semanales, que me mostraba para restablecer el diálogo y esconder la
pena. Comprendí sin conceptos el origen de su angustia. Santi vive solo: tiene
veinte años. Recién se inicia en los pasos por la vida monótona y tediosa, que
él convierte en una aventura. Hans era muy importante en su vida. Compartía las
madrugadas solitarias, antes de que despertaran las máquinas de lavar, a fin de
retomar su ritmo habitual; compartía su desayuno, sus bostezos, luego de una
reunión en casa de amigos; era quien lo hacía sonreír un domingo, al alba, con
sus maullidos hambrientos y sus piruetas de payaso. Navidad. ¿Por qué en
Nochebuena? ¿Por qué, con mi hijo, el destino se empeñaba ese año en mostrarse
tan injustamente cruel? Encontró una nota donde le advertían que lo habían
atropellado en la calle, quedando mustio y sin vida, cuando hace dos siglos una
estrella iluminaba un pesebre en Belén.
CUENTOS SINIESTROS
Habían sostenido una feroz discusión en esa fiesta de Fin de Año. Padre e hijo se tiraron en cara todo el rencor que los minó, durante ese período vital de su existencia. El hijo acusaba al padre de frialdad, desapego, egoísmo y avaricia. El padre se defendía diciendo que lo habían dejado abandonado en vez de cuidarlo con cariño durante sus últimos años. Este asumía una actitud patriarcal: el hijo era liberal. Tenían aproximadamente noventa y sesenta y tres años. Se habían odiado las tres cuartas partes de su vida sin habérselo confesado jamás, hasta esa noche de fiesta, donde el alcohol hizo el resto. Prometieron no volver a cruz una palabra. Fue un pacto de honor. Pero vivían en la misma casa, en pisos diferentes. Tomaron pues el ascensor principal que se atascó en el entrepiso. Se prendieron de la alarma, aunque estaban seguros de no hallar al portero, ya que lo vieron partir con toda su familia y le habían deseada felices vacaciones con educada sonrisa. Gritaron, pero sabían sus gritos vacuos; los departamentos vecinos estaban cerrados. La gente pudiente no pasa jamás un primero de año en la capital, por ser considerado de pésimo gusto y señalar un estrato social en decadencia. El padre observó a su hijo con frialdad y…temor. Comprendió que era una lenta marcha –unidos- hacia una muerte atroz. Las vacaciones son siempre demasiado largas para los que se quedan en la ciudad árida y desierta. No importa –dijo el padre lacónicamente-. Hablaremos. El hijo no respondió. Sus preocupaciones eran otras: ¿Quién de los dos abdicaría y se masticaría al otro? Su juventud, imaginaria pero real en la situación actual, lo dejó muy tranquilo. Se sentó en el suelo, en ese minúsculo lugar que le otorgaba el destino, fija la mirada en su padre y se dispuso a esperar.
Era una viejecita tonta y fría. Recuerdo el ruido de la hamaca al moverse, crujiendo con un cric-crac insoportable.
Yo la espiaba siempre
a la misma hora. Cuando suena el Ángelus en la capilla y el sacristán sale en
busca de pan para el Convento, ella comenzaba su cric-crac con movimiento agudo
de huesos rotos. Y hablaba y hablaba sin ton ni son, con gran fluidez mental
para sus años.
Yo la espiaba de soslayo, sin entrar en su pieza, desde el zaguán de la escalera, con la puerta cerrada, tratando de reconocer el personaje silencioso que tarde a tarde se sentaba a escucharla pausadamente.
Yo la espiaba de soslayo, sin entrar en su pieza, desde el zaguán de la escalera, con la puerta cerrada, tratando de reconocer el personaje silencioso que tarde a tarde se sentaba a escucharla pausadamente.
¡Cómo renacía entonces
la viejecita! Se convertía en un ser alado y dulce; de flaca y huesuda, alta y
escalofriantemente opaca, se transformaba en una luz de bengala o en acordes en
mi bemol. ¡Qué monólogo más bello desgranaba para el personaje desconocido e
inquietante!
Se lo conté a mamá, a
quien le pedí permiso para espiarla, pero me lo negó. Yo accedí, pues a pesar
de intentar persuadirla, creía como mi madre que eso podría provocarle un ataque
a su edad.
No era que me
importara, no; su muerte sería el cesar de ruidos inoportunos a toda hora del
día y de la noche. Porque demás está decir que se levantaba, cuando todos
dormían, tirando la cadena del baño a horas imprevistas; a la hora de la siesta
ella decretaba tomar el té y a la hora del baño, su comida. Alta, muda, fijaba
sus cuencas en el vacío, sin balbucear ni una palabra y con el bastón venía
anunciando su llegada desde veinte metros atrás, con ese tic-toc a madera y
metal.
No la quería. Cuando la sabía cerca, disparaba como un rayo, porque sí, y el ruido engomado de su pierna ficticia me repelía cual un insecto.
No la quería. Cuando la sabía cerca, disparaba como un rayo, porque sí, y el ruido engomado de su pierna ficticia me repelía cual un insecto.
Mamá era un poco más
bondadosa que yo. Apenas le preguntaba al despertar cómo se sentía y ya se
alejaba de su lado sin ningún miramiento-
Era una viejecita
crujiente y dolorosa que se nos adhería pegajosamente a la piel.
A veces deseaba expresarse y en vez de comenzar hablando como todo el mundo, sacaba un tentáculo de abajo de su chal negro y nos agarraba por turno, exhalando de su boca un nauseabundo olor a vejez y algunos ronroneos que nunca terminaban en una frase. Al agredirla para que nos soltara, desaparecía el tentáculo bajo su chal negro y continuaba en silencio su soledad.
A veces deseaba expresarse y en vez de comenzar hablando como todo el mundo, sacaba un tentáculo de abajo de su chal negro y nos agarraba por turno, exhalando de su boca un nauseabundo olor a vejez y algunos ronroneos que nunca terminaban en una frase. Al agredirla para que nos soltara, desaparecía el tentáculo bajo su chal negro y continuaba en silencio su soledad.
Dos veces la vi
sonreír: una, cuando murió el gato, y otra, cuando me caí en una tina de lejía
y mamá me pegó. Al pasar a su lado vi la boca hueca y negra y el rictus de
alguien que invoca a la risa. Así durante el día entero, salvo esas dos horas
de coloquio jovial, encerrada en su cuarto, cuando reía y contaba cuentos de su
niñez. Los recuerdos eran reales y salían redondos y sin fisuras, como reguero
de pólvora, como le sale al naranjo su flor.
Un día desobedecí el
mandato de mi madre. Lo planee antes una semana entera. Aceité su puerta para
que no chirriara al moverla; ajusté los tornillos del picaporte para poder
torcerlo con facilidad y puse aserrín en el pasillo a último momento.
Todo al igual que siempre. Subió media hora antes del coloquio y detrás de ella, echando nuevamente aserrín, subí yo para espiarla. Vivía en una pieza del altillo, no muy alta y más bien alejada de nosotros. Era pobre y estaba mal iluminada, salvo la ventana que, a esa hora, reflejaba su luz bermeja por entre los bastidores. No pudo cerrar la puerta, pero en su afán de apuro no se inmutó. Jadeando, llegó al cajón de la mesa de luz y hurgando a los costados sacó una llave. Abrió con ella el viejo ropera y de adentro de un estante sacó con dificultad una cajita color borravino, empezando a cantar: "¿Melinda, Melinda, estás allí?"
Todo al igual que siempre. Subió media hora antes del coloquio y detrás de ella, echando nuevamente aserrín, subí yo para espiarla. Vivía en una pieza del altillo, no muy alta y más bien alejada de nosotros. Era pobre y estaba mal iluminada, salvo la ventana que, a esa hora, reflejaba su luz bermeja por entre los bastidores. No pudo cerrar la puerta, pero en su afán de apuro no se inmutó. Jadeando, llegó al cajón de la mesa de luz y hurgando a los costados sacó una llave. Abrió con ella el viejo ropera y de adentro de un estante sacó con dificultad una cajita color borravino, empezando a cantar: "¿Melinda, Melinda, estás allí?"
Insertó un tentáculo
en la caja y con ruido a huesos buscó algo que colocó sobre el vidrio, en ese
instante rojizo por el reflejo del sol. Después prendió una vela y se sentó en
la hamaca que comenzó a crujir con su típico ruido.
Fluyó la charla de
siempre, ligera, vivaz y tierna con su oyente silenciosa: una mosca a la que le
había quitado las alas, para que en su afán de vuelo no pudiera abandonarla a
la hora acostumbrada.
NATALIO RUIZ
Chiquitito,
insulso, escritor de insignificantes poemas, íntegramente mediocre, desde la
punta de sus zapatos de goma hasta su sombrerito de dudosa hechura.
Todos los días durante años, pasó por la plaza frente al balcón de su amada,
con los mismos zapatos de suela engomada y el chambergo de medio luto.
El mismo camino, la misma plaza y los mismos árboles lo conocían de memoria. Su
puntualidad era famosa. Caminaba a saltitos, como tero cansado, con pasos
breves y menudos y su figura atontada.
Saludaba correctamente, tocándose el ala del sombrero –si era una persona de
rango inferior- o quitándoselo con una reverencia absurda –si su condición lo
igualaba o era mejor que la suya-.
Jamás una mala palabra, un dejo de malhumor, un suspiro fuera de lugar. El “que
dirán” le cortaba las alas a su imaginación dormida; el “que dirán” le obligaba
a claudicar en todo. Mediocre para hablar, razonar y pensar, el límite de las
trabas sociales era su fuerte, indudablemente; no podía superarlas,
reflexionando sobre su estupidez. Aceptaba todo lo que se decía; la Doxa era su guía; ni siquiera
levantaba la cabeza de la almohada, si su médico así lo ordenaba:
-Lo prohibido, prohibido está-, decía sin soltura.
Natalio Ruiz ocupa el lugar que se merece, acorde a su alcurnia, en una bóveda
rasgada de tercera categoría, en la aristocracia y selecta Recolecta.
Murió como correspondía; sentado en su banco, en la plaza que lo vio pasar
indefectiblemente a la misma hora, observando a hurtadillas el balcón amado, un
gigantesco fruto osó caer sobre su ilustre pelada brillante de tantas
cepilladas y le acható el cráneo, incrustándose cómodamente en el hueco que le
provocó su caída. Natalio se achicó, se arrugó y se murió.
Horas después, ciertos chicuelos que peloteaban distraídos, lo vieron,
exhalaron un aullido feroz y se fueron. Un policía que pasó lo encontró por
pura casualidad y entonces se resolvió su entierro con varias horas de retraso.
Llegó la ambulancia y se lo llevaron.
En el célebre balcón se asomó un gato y maulló
¿Y?
Está bien. Ya lo sé.
Tuve un quiste, tengo ahora un tumor, me hicieron la biopsia, dio maligno, me
lo extirparán: temen las ramificaciones.
¿Y?
Creen que tengo para dos meses, a lo sumo. El tumor está adherido a los pulmones. Aparte de sentir un ligero cosquilleo, cuando toso -que últimamente es bien seguido- y un sordo dolor en la columna, nada me impide seguir viviendo.
No quiero esta operación; no deseo morir de a trozos, como una res colgada en una carnicería. Deseo irme limpia y entera al más allá, sin olor a sangre, sin estremecimiento ni estertores durante un poco más de tiempo y nada más. Al final de esa loca carrera, siempre estaré yo y la muerte acechando. No quiero correr;
sólo sentarme y esperar.
Creen que tengo para dos meses, a lo sumo. El tumor está adherido a los pulmones. Aparte de sentir un ligero cosquilleo, cuando toso -que últimamente es bien seguido- y un sordo dolor en la columna, nada me impide seguir viviendo.
No quiero esta operación; no deseo morir de a trozos, como una res colgada en una carnicería. Deseo irme limpia y entera al más allá, sin olor a sangre, sin estremecimiento ni estertores durante un poco más de tiempo y nada más. Al final de esa loca carrera, siempre estaré yo y la muerte acechando. No quiero correr;
sólo sentarme y esperar.
¿Y?
Tengo sesenta días por delante, si no me opero. Después, el deceso será rápido y doloroso. Moriré ligero, pues los síntomas son el ahogo y la falta de aire. Parecido a un parto, jadearé como una locomotora y en vez de un hijo me nacerá la muerte.
Saldré yo, alma y luz a vagar el Infinito. Nubes, copos de espuma, aire límpido y sin hollín me remontarán en giros y remolinos. Y lloraré en cascadas de lluvia y reiré en un rayo filtrado a años luz de mi soledad.
Tengo sesenta días por delante, si no me opero. Después, el deceso será rápido y doloroso. Moriré ligero, pues los síntomas son el ahogo y la falta de aire. Parecido a un parto, jadearé como una locomotora y en vez de un hijo me nacerá la muerte.
Saldré yo, alma y luz a vagar el Infinito. Nubes, copos de espuma, aire límpido y sin hollín me remontarán en giros y remolinos. Y lloraré en cascadas de lluvia y reiré en un rayo filtrado a años luz de mi soledad.
Tengo dos meses,
sesenta días, ocho semanas para mirar la tierra y ya estoy buscando la muerte
antes del tiempo indicado.
Aquí, tendré
pacientemente que esperar el día. Y mientras tanto, me distraeré fijando un
pétalo azul a mi rosa preferida o escuchando el sonido quejumbroso de un
guijarro que tiraré en la laguna. Iré al Convento y cantaré el Ángelus con las
monjas;
de repente, -como cuando era niña- me meteré en el torno y giraré como un tiovivo multicolor.
Ya pasada la medianoche, contaré las estrellas dela Vía Láctea y le guiñaré
un ojo a la más lejana. Lloraré para cristalizar mis lágrimas en pulseras de
cristal. Cantaré, para encerrar mi canto en el hueco de mi mano. Sonreiré, para
hacerme anillos de luces y colores.
Por las tarde, tocaré en el piano una Sonata de Mozart o un concierto de Beethoven.
¿Y?
Después, el resto del tiempo que me quede, leeré y le hablaré a la luna de su cráter escondido, ése que los astronautas no alcanzaron a perforar con utensilios terrestres.
Me faltan ya menos días. No me operé, pues así lo decidí a último momento.
_Es una locura; todavía queda una esperanza, Señora, que no estén completamente tomados los dos pulmones ni los otros órganos vitales: decídase, Señora, por favor.
_Me voy, pero entera, Doctor.
de repente, -como cuando era niña- me meteré en el torno y giraré como un tiovivo multicolor.
Ya pasada la medianoche, contaré las estrellas de
Por las tarde, tocaré en el piano una Sonata de Mozart o un concierto de Beethoven.
¿Y?
Después, el resto del tiempo que me quede, leeré y le hablaré a la luna de su cráter escondido, ése que los astronautas no alcanzaron a perforar con utensilios terrestres.
Me faltan ya menos días. No me operé, pues así lo decidí a último momento.
_Es una locura; todavía queda una esperanza, Señora, que no estén completamente tomados los dos pulmones ni los otros órganos vitales: decídase, Señora, por favor.
_Me voy, pero entera, Doctor.
El mar me acuna a la
siesta. Siento su espuma rociar mis cabellos
humedeciéndolos de besos y caricias tenues. El sol no calienta; entibia solamente. A lo lejos, una gaviota grita enojada, pues se le soltó el pez del pico. Y yo me río y el pez ríe conmigo. La tierra todavía me concede un último favor: una puesta de sol todas las tardes y el arco iris, después de la tormenta.
humedeciéndolos de besos y caricias tenues. El sol no calienta; entibia solamente. A lo lejos, una gaviota grita enojada, pues se le soltó el pez del pico. Y yo me río y el pez ríe conmigo. La tierra todavía me concede un último favor: una puesta de sol todas las tardes y el arco iris, después de la tormenta.
Cuando estoy un poco
menos agitada, en silla de ruedas me llevan hasta el muelle y desde allí
observo el horizonte obstinadamente. Un rayo de luz juega con mi nariz y la
tuerce a voluntad, creando juegos de luces y sombras. Ya no sé
respirar normalmente se me enturbia la vista cuando jadeo. Puede que hoy sea la última tarde, la última hora de mi paso por la tierra.
respirar normalmente se me enturbia la vista cuando jadeo. Puede que hoy sea la última tarde, la última hora de mi paso por la tierra.
¿Y?
EL SINO
Una mujer madura, de rostro bello, está sentada en medio de sus bultos durante horas enteras. Son toda su pertenencia. En mis paseos diurnos me detengo a mirarla. No es una mujer sumida en pesadillas que retorna cada día a su miseria. A veces canturrea una melodía de su antigua patria, Polonia, tal vez.
¿Dónde -me pregunto-
encuentra la hospitalidad de un buen sueño? Por las noches intento no pasar por
allí para no saber si está: me derrumbaría. Tengo la impresión de que ha sido
violentamente arrojada de su sitio natal por la guerra e impuesta aquí, en la Argentina , como un
jarrón sin uso. A veces está adormecida. Respira. La vida se transmite por sus
huesos, en medio del absurdo orden de sus bultos. Su cráneo es pequeño, como el
de las mujeres del Báltico aprisionado su frágil cuerpo en harapos. Cuando
llueve, envuelta en un inmenso nylon, se asemeja a un puñado de arcilla,
El dilema no está en la miseria, en la suciedad o fealdad del espectáculo.
Esa mujer conoció otro sino. Alguien, de joven, le sonrió, le trajo flores, quizá tuvo el gozo de un hijo entre sus brazos o -coqueta y segura de su encanto- se complació en atormentar a los hombres.
Hoy es un ser gastado y feliz -pese a todo- , que canta una deliciosa melodía en medio de mi angustia, no la suya.
¿El misterio reside en el por qué se convirtió en este montón de arcilla? ¿Qué pasado la marcó, como una máquina de forjar, para que esta bella pasta humana se haya herrumbrado?
Tiene un rostro adorable. Me la imagino de niña. De una pareja nació esta fruta dorada. De nobles extranjeros ha nacido esta gracia y encanto. Tiene el rostro de un Mozart-niño asesinado. Protegida, cultivada: ¿qué hubiera llegado a ser? Cuando en los jardines nace por mutación una rosa nueva y extraña, todos los jardineros se vuelcan hacia ella y la cuidan, la cultivan, la favorecen.
Para esta mujer no hubo un jardinero complaciente; fue marcada por la máquina devoradora de la vida y desde su nacimiento fue condenada.
Esta mujercita no sufre por su suerte, pero atormenta mi angustia. Me enloquezco y me conmuevo, como una llaga perpetuamente abierta
Quizá ella, que la arrastra y la lleva a cuestas, no la siente. No parece herida ni lastimada como individuo sino como la especie humana, la sociedad en sí.
Creo en la piedad. Me lastima el jardinero que no supo encontrarla. Ella se ha instalado en la locura tan fácilmente como otros en la pereza. Me entristece esa mujer madura, en medio de sus bultos, esa carita de rasgos finos y ojos rientes, con modales áureos.
El sentido de su vida, el sabor de su existencia le ha sido modificado, aunque tal vez, en el agudo rincón de sus recuerdos, como la sigla de una nota discordante, quede vivo aún su Mozart-niño respirando. Me duele, ella, ese ser, en todo el cuerpo.
EL ANACORETA
El dilema no está en la miseria, en la suciedad o fealdad del espectáculo.
Esa mujer conoció otro sino. Alguien, de joven, le sonrió, le trajo flores, quizá tuvo el gozo de un hijo entre sus brazos o -coqueta y segura de su encanto- se complació en atormentar a los hombres.
Hoy es un ser gastado y feliz -pese a todo- , que canta una deliciosa melodía en medio de mi angustia, no la suya.
¿El misterio reside en el por qué se convirtió en este montón de arcilla? ¿Qué pasado la marcó, como una máquina de forjar, para que esta bella pasta humana se haya herrumbrado?
Tiene un rostro adorable. Me la imagino de niña. De una pareja nació esta fruta dorada. De nobles extranjeros ha nacido esta gracia y encanto. Tiene el rostro de un Mozart-niño asesinado. Protegida, cultivada: ¿qué hubiera llegado a ser? Cuando en los jardines nace por mutación una rosa nueva y extraña, todos los jardineros se vuelcan hacia ella y la cuidan, la cultivan, la favorecen.
Para esta mujer no hubo un jardinero complaciente; fue marcada por la máquina devoradora de la vida y desde su nacimiento fue condenada.
Esta mujercita no sufre por su suerte, pero atormenta mi angustia. Me enloquezco y me conmuevo, como una llaga perpetuamente abierta
Quizá ella, que la arrastra y la lleva a cuestas, no la siente. No parece herida ni lastimada como individuo sino como la especie humana, la sociedad en sí.
Creo en la piedad. Me lastima el jardinero que no supo encontrarla. Ella se ha instalado en la locura tan fácilmente como otros en la pereza. Me entristece esa mujer madura, en medio de sus bultos, esa carita de rasgos finos y ojos rientes, con modales áureos.
El sentido de su vida, el sabor de su existencia le ha sido modificado, aunque tal vez, en el agudo rincón de sus recuerdos, como la sigla de una nota discordante, quede vivo aún su Mozart-niño respirando. Me duele, ella, ese ser, en todo el cuerpo.
EL ANACORETA
Desde pequeñito la madre siempre le había hablado de Jesucristo. Pegado a una cruz, el hijo de Dios no decía un ápice en su martirio. Murió en ella, ensimismado en la idea de salvar a los hombres de sus culpas. Se aferró con su cuerpo ensangrentado al madero y en medio de sus llagas y de su sed exhaló un profundo alarido y entregó la vida.
Había roto la muñeca de su hermanita. ¿Sin querer? ¿Queriendo? Siete años es una rara edad para llenarse de culpas. Lloró su hermana; lloró él; no le dolió ver la cabeza de porcelana acurrucada en un rincón. Le lastimaron las lágrimas fraternas por el juguete fragmentado. -había dicho su madre. ¡Jamás lograrás ser un santo ni un místico! ¡Jamás podrás contemplar la faz de Dios de frente!
Francisco lloró. Quería ser santo, tratarse con rigor, alejarse de las tentaciones, vencer el sol, el viento, la lluvia. La muñeca yacía arrumbada. Pies y manos se hamacaban al compás de los estertores de su pena, sin cabeza, degollada por sus frágiles manos.
Lo llamaron ateo,
extranjero a la creación, destructor de almas y cuerpos. Lo obligaron a hacer
penitencia y a contemplar el cielo hasta sentir el perdón de Dios. Debía
fabricarse sacrificios nuevos por su comportamiento inusual. Creía haber
pagado, pero lo obligaron a continuar, a seguir castigándose por el prójimo.
Entonces quiso aproximarse aún más a su Dios, despegarse de la tierra y
refugiarse en El, principio y todo del universo. Intentó separarse del suelo.
Se subió a una escalera, pero tuvo miedo en el último escalón y bajó dolorido.
Se subió a la cama; era muy bajita y no sería para su propósito. Siguió en su
empeño: estaba empecinado en pagar su culpa y así lo hizo. Se subió entonces a
su juguete de madera. Empezó a hamacarse despaciosamente, sin contestar las
preguntas que le formulaba su madre. Callaba. No era un silencio odioso, pleno
de rencor. Era un hábito sin ostentación. Quería ser santo, despegarse de todo
para llegar al Todo, a la unión simple con Dios. Ese era su deseo, su vocación
principal, la única por la cual había venido al mundo. Francisco y sus escasos
siete años de edad firmaron un pacto con Dios: ser uno, para siempre. No por un
día o un mes: para siempre. No hablaba, no respondía preguntas, -Cada cual en
lo suyo- pensaba, cerrado hacia el universo. Se hamacaba como para mantenerse
dinámicamente vivo. Comía lo imprescindible: pan y agua, a veces, para igualar
su dolor al de la faz divina, pedía una esponja empapada en vinagre. Su madre,
desesperada ante tal ascesis, consultó médicos y oráculos inciertos. La
instaron a que esperara.
-Locuras de niños- le dijeron. -Son los difíciles siete años. La libertad que bulle con toda su energía. Su vocación religiosa ha trastornado su infantil cerebro; clama por Dios en forma errónea.
-Locuras de niños- le dijeron. -Son los difíciles siete años. La libertad que bulle con toda su energía. Su vocación religiosa ha trastornado su infantil cerebro; clama por Dios en forma errónea.
-Ve con Dios- le
decían al marcharse, sonriéndole los visitantes. Le acariciaban sus rulos y sus
pálidas mejillas transparentes. -Allí me encuentro- pensaba el niño y continuaba
en silencio su soledad, hamacándose lentamente.
Veinte días pasaron;
la tortura continuaba; perdía fuerzas; la vida se le escapaba por entre los
poros y se opacaba su cabello, antes sedoso y brillante. El resto de su
osamenta estaba ajada, marchita. Se aferraba con todo su cuerpecito al juguete.
Era imposible convencerlo o desalojarlo: formaba parte del todo. -Es mi ruta-
reflexionaba este pródigo anacoreta infantil. Piensa en Dios; no implora su
perdón, no se disculpa ni se humilla. Piensa en El, sin queja, sin ruego
alguno. Sabe su fin próximo. No existe rincón de su cuerpo que no esté llagado
de tanto apegarse al juguete, por miedo a abdicar. La vida lo está tragando;
sobrevive. Sueña o piensa en un futuro más calmo; eso lo alivia. Las voces
humanas lo distraen de su coloquio personal. Cuando está en silencio, sólo
falta su voz. En el ruido de las otras voces humanas, pierde la voz y la idea.
Y ya no es él: son los otros.
Se espera la llegada
del padre, figura arbitraria y parco en ademanes. La madre ansía esta venida y
a la vez le teme: conoce su ferocidad. Excitado por la desobediencia ajena se
convierte en un ser temible. El niño espera también. No lo sabe, pero espera su
fin sin aprehensión. El de arriba mueve los hilos; basta esperar pacientemente.
El padre supo del capricho filial en su gira por el extranjero, pero le fue
imposible apurar su llegada; estaba demasiado lejos. Al caer la tarde, al mes
de su voto con Dios, llegó el progenitor y entró en el dormitorio infantil.
Gimiendo, con un hilo de voz dolorida y opaca, el niño rogó que lo dispensara
de la reverencia habitual. El padre no habló; lo miró atónito. Francisco era
una llaga viva aferrada al madero. Se oyó el silbido del crepitar de un látigo.
Una masa sanguinolenta se desprendió del juguete y fue a dar a los pies del
padre. Este lo apartó con el pie derecho. La madre lanzó un quejido ahogado. El
padre la miró y dando un portazo se alejó rápidamente. La masa sanguinolenta no
se movió; era un charco de sangre humana que, sonriendo, iba al encuentro de su
Dios.
MI PERRO FIFÍ
Busco un perro que perdí en la calle, mientras
compraba un solo kilo de tomates. Mi perro se llama Fifí y vive, siento que
vive, porque si muere yo no serviría de nada a nadie. Sólo él me necesita (¡y
yo sé cuánto!) ¿Quién le dará las pastillas para su reuma, las gotas para su
corazón cansado? ¿Quién lo llevará a pasear en un cochecito de bebé, porque de
tan viejo no puede caminar? ¿Quién se levantará de noche para llevarlo a su
rinconcito? Fifí me necesita. Fifí vive. Entró en mi casa hace quince años. Yo
tenía entonces treinta y cinco años y me conservaba buena boza aún. Mis tres
hijos iban y venían por mi casa como cachorros junto a su perra. Siempre tuve
la heladera bien surtida y una cama de más por si venía algún amigo. Luis, el
mayor, fue siempre serio. Prometía ser médico y fue médico, hasta que un día
sintió un ligero temblor en una pierna, después un cosquilleo en la mano con la
cual cerraba los puntos de la herida y cayó fulminado. Para mí fue un gran
choque. Mi hijo Luis, una de las tres piedras angulares de mi catedral, se
desvanecía, cayendo al suelo y haciendo trastabillar la armonía de las otras
arcadas que dependían en cierta medida de él. Luis fue mi hijo médico y murió
en cumplimiento de su profesión, como caen los soldados en la guerra. Al morir
tenía todavía las manos ensangrentadas, olor a tintura metiolate y un hilo de…
¿cómo lo llaman… tripa de gato, cola de caballo?, colgaba entre su pulgar y su
índice. Yo lo guardé y anoté en un sobre:” tripa con la que cosen las heridas.”
Luis se fue. Ana se metió de monja. Me dijo que estaba harta de esta vida
vacía, donde nadie se respetaba y cada cual trataba siempre de buscar la parte
útil y provechosa de su semejante, sin tomar en cuenta al individuo y su valor.
Me explicó claramente la diferencia fundamente entre lo útil y el valor. “Algo
es útil en vista de un valor –dijo-. El valor se impone de por sí. Si no se
impone, no es valor. Lo útil, en cambio, es útil para algo o para alguien. Es
sólo relativo en relación a otra cosa. El valor es presencia. La utilidad nos
sumerge en el tiempo; no puede haber vida interior en una relación con otro
individuo, donde únicamente cuenta lo que ese individuo nos puede aportar.
Tienen que existir los valores. En la utilidad lo único realmente importante es
el yo. Yo y la utilidad de mi yo. Lo útil es pues egocéntrico. El yo, como
único valor trae el empobrecimiento del valor”. No crean que entendí mucho de
todo este discurso. Sólo quería hacerle justicia a Ana, transcribiendo lo que
me dijo ella, aquella tarde gris de otoño, cuando resolvió meterse de monja. Lo
guardo en mi corazón así como guardé en un sobre la tripa con la que cosen las
heridas. Ana era suave y sus ideas brillantes. Hubiese podido licenciarse en
Letras o en Psicología o simplemente ser una escritora. Prefirió hundirse en el
anonimato de una sotana negra. Ignacio nació mucho después; era mimado por sus
hermanos y por mí; era rubio y sonrosado como los ángeles de todos los pintores
que recuerdo: Botticelli, Fra Angélico y otros. Qué bello niño tuve al final de
mi juventud, cuando mi marido se acostaba con cuanta secretaria nueva tenía y
fumaba pipa o cigarrillos de acuerdo al gusto de cada una. Las conocía por
fotos y por sus mechones de pelo, pues conservaba celosamente un álbum con los
rulos del pelo de cada mujer que había poseído tratando –al final de su vida-
de buscar los tonos cobrizos de los pintores venecianos: Verones, con sus
rubios cenizas apagados había agotado la hoja destinada a este matiz y buscaba
con furia los bellos reflejos bermejos de La Magdalena de Tiziano,
desnuda y cubierta tan sólo por su espléndida cabellera rojiza. Qué bello hijo
me dio la naturaleza, cuando empecé a distinguir en mí el paso de los años; mi
cuerpo blando –hay que hace gimnasia y darse masajes eléctricos para volver a
estar igual que siempre- pensé; las primeras arruguitas al lado de los ojos, en
las comisuras de los labios, el vientre flojo y la carne blanda que cae y
cuelga desde los hombros al codo, yo no sé por qué. Ignacio fue siempre bello,
aún en la adolescencia, cuando otros chicos cambian la voz y se llenan de
granos, él pasó del pantalón corto al largo con la misma naturalidad que tienen
los pimpollos al abrirse y convertirse en flor, de la noche a la mañana. Ignacio
murió en el accidente que le correspondía a tanta belleza. Voló por los aires,
su cuerpo y su alma juntos. Estalló el avión y de él nunca hubo rastros. En el
registro de los pasajeros constaba su nombre y su dirección; la dirección era
mi casa donde no regresó. Pero al morir así me dejo la sensación que los mismos
ángeles, a lo que tanto se asemejaba, lo habían raptado para mostrárselo a Dios
y allí, subyugado por el inmenso poderío de su Cielo, se habría quedado para
siempre. Lo que realmente no le perdono es no haber recibido tan sólo un
mensaje de él, algo que dijera; “Estoy bien y feliz. No te preocupes por mí”.
Cuando Ignacio voló al cielo azul celeste, como el manto de la Virgen , mi marido ya se
había marchado de nuestra casa. Me olvidaba decir que al irse se llevó las
fotos y el álbum de los mechones de pelo, junto con el cepillo de dientes, sus
ropas y sus trajes. Se fue detrás de una preciosa criatura de la cual se
enamoró locamente. Para mí fue como si se hubiese roto el tacho de la basura o como
si un botón de mi viejo Baton se hubiera descosido. No tuve ningún sentimiento
para con él y su ida fue casi un respiro: no nos hablábamos, no nos
acostábamos, no nos mirábamos. Me dolió tanto como una basurita en el ojo. La
muerte de Ignacio fue mi gran tragedia. Desde el día que me anunciaron su
desaparición celestial, un ligero temblor en la mano derecha y un tic nervioso
en el ojo izquierdo, que me apareció repentinamente fueron las únicas
demostraciones de mi angustia. Mientras viva no podré sobreponerme a su muerte.
Luis fue un gran dolor, Ana no me importó, pero Ignacio casi fue el fin de mi
existencia, hasta que Fifí se aproximó a mí, después de varios días pasados en
un estado que lindaba con la locura; se fue acercando y gimiendo a mis pies, tratando
de llamar mi atención hacia su frágil personita. Yo me encontraba en el suelo
–recuerdo, hecha un ovillo de frío, de miedo, de desazón y de hambre, cuando su
tibio cuerpo rozó apenas el mío y en ese instante volvió la vida a mi ser y la
razón a mi mente dolorida; Sólo guardo el ligero temblor en la mano derecha y
un tic en el ojo izquierdo, como ya dije. Fifí fue, desde ese entonces, mi vida
entera. Era como si yo, ser ubicado dentro de una pelota inmensa y vacía,
hubiese encontrado otro ser que me perteneciera y -muy importante- me
necesitara. Comimos, dormimos, paseamos juntos durante diez años. Lo llevaba al
zoológico, al circo, a los restaurantes, a misa, como si fuese un niño. Más
adelante, cuando creció y maduró un poco, fuimos a conciertos, a mi palco
reservado número 77, por el pasillo de la izquierda, al fondo. Mi fortuna con
el tiempo fue decayendo, por falta de ahorros y por la pésima administración y
un día me encontré pobre como las ratas. Sólo me preocupa Fifí. Al
administrador le preocupa el dinero. Saqué las cuentas que viviendo muy
mediocremente podría soportar dos años más y después el asilo. Pero mi tragedia
es que en el asilo no aceptan perros, ni siquiera a Fifí, que es un ser. Yo
prefiero, al morir, ir personalmente a la fosa común con Fifí que a la más
paqueta bóveda de la
Recoleta. Fifí vive. Debe seguir viviendo en cierto lugar
para poder yo continuar existiendo. Les pregunto a ustedes, que han oído mi
historia: -¿No han visto pasar un perrito muy viejo, de mirada triste y cabezón,
que apenas podía marchar?
ENSIMISMADOS
Doloridos, se enroscan en sí mismos, como ovillándose hacia el interior, en un movimiento centrípeto. Entre ambos, un silencio sepulcral, casi de olvidos.
La madre... allí, fría y bella, como siempre. A cada lado padre e hijo se yerguen apuestos en el traje riguroso de luto oscuro, corbata negra y cuello almidonado.
Ninguno habla. Les asusta el ruido de las palabras vacías; se recogen y esperan la noche a la cual temen, por ser demasiado larga.
Por la mañana llegan unos hombres que retiran el cadáver, pero antes cierran el cajón con ese ruido hosco y sibilante que perturba los pensamiento de los dos. Se niegan a verla por última vez: ¿a Santo de qué?
Padre e hijo se miran al bies. No ofrecen resistencia a la situación aunque tampoco se alegran. Dios-hoy-parece nadie. Se yerguen ambos en una nada abismal. El uno, el recio, el agresivo, el toro embravecido está herido y parece lastimado de veras; el otro, el altanero y más de una vez el insolente, se asemeja a una laucha enroscada.
No queda dinero; las deudas de la larga enfermedad pudieron con todos los ahorros reunidos durante tantos años. Todo será de hoy en adelante constreñido; el hogar ya no existe, sólo los gastos y las cuentas y la presencia lejana de una mujer y una madre dormida por el agotamiento.
Están solos. Cada uno solo, cada cual separado del otro a través del silencio de la mujer que amaban.
En el suelo el baúl, las dos sillas, una mesa, dos colchones y las almohadas. El ave en la jaula no canta. Se van con sus bártulos a otro sitio más lúgubre. No hablan; no se miran. Cada cual en lo suyo -piensan-.
El padre paga los alquileres atrasados y se eleva en un falso gesto de orgullo, sin sonreír.
Un camioncito transporta los elementos indispensables hacia aquel otro lugar que los acoge sin ternura. Es un solo ambiente, testigo indiferente de aquel nuevo drama que ya se ciñe sobre ellos.
Entran en silencio. La mesa, en el centro; las dos sillas a cada lado y los colchones frente a la ventana abierta. Se acomodan en el piso, recostados en las almohadas y observan el cielo con obstinación, en busca de una respuesta divina. La nada les responde. No importa; respiran pausadamente y se duermen.
Amanece. Les duele el cuerpo de estar tan tensos. Se miran y se hacen los desentendidos. Hay un mendrugo de pan endurecido sobre la mesa. El padre lo
Doloridos, se enroscan en sí mismos, como ovillándose hacia el interior, en un movimiento centrípeto. Entre ambos, un silencio sepulcral, casi de olvidos.
La madre... allí, fría y bella, como siempre. A cada lado padre e hijo se yerguen apuestos en el traje riguroso de luto oscuro, corbata negra y cuello almidonado.
Ninguno habla. Les asusta el ruido de las palabras vacías; se recogen y esperan la noche a la cual temen, por ser demasiado larga.
Por la mañana llegan unos hombres que retiran el cadáver, pero antes cierran el cajón con ese ruido hosco y sibilante que perturba los pensamiento de los dos. Se niegan a verla por última vez: ¿a Santo de qué?
Padre e hijo se miran al bies. No ofrecen resistencia a la situación aunque tampoco se alegran. Dios-hoy-parece nadie. Se yerguen ambos en una nada abismal. El uno, el recio, el agresivo, el toro embravecido está herido y parece lastimado de veras; el otro, el altanero y más de una vez el insolente, se asemeja a una laucha enroscada.
No queda dinero; las deudas de la larga enfermedad pudieron con todos los ahorros reunidos durante tantos años. Todo será de hoy en adelante constreñido; el hogar ya no existe, sólo los gastos y las cuentas y la presencia lejana de una mujer y una madre dormida por el agotamiento.
Están solos. Cada uno solo, cada cual separado del otro a través del silencio de la mujer que amaban.
En el suelo el baúl, las dos sillas, una mesa, dos colchones y las almohadas. El ave en la jaula no canta. Se van con sus bártulos a otro sitio más lúgubre. No hablan; no se miran. Cada cual en lo suyo -piensan-.
El padre paga los alquileres atrasados y se eleva en un falso gesto de orgullo, sin sonreír.
Un camioncito transporta los elementos indispensables hacia aquel otro lugar que los acoge sin ternura. Es un solo ambiente, testigo indiferente de aquel nuevo drama que ya se ciñe sobre ellos.
Entran en silencio. La mesa, en el centro; las dos sillas a cada lado y los colchones frente a la ventana abierta. Se acomodan en el piso, recostados en las almohadas y observan el cielo con obstinación, en busca de una respuesta divina. La nada les responde. No importa; respiran pausadamente y se duermen.
Amanece. Les duele el cuerpo de estar tan tensos. Se miran y se hacen los desentendidos. Hay un mendrugo de pan endurecido sobre la mesa. El padre lo
parte y
se come sin ganas la mitad que le pertenece. Regresa al lecho y reflexiona
sobre su otrora pasado acogedor y sobre el presente desolador que le causa
tanto daño. Hay muchas sombras en el iris de su mirada. Parece desear algo que
no sea lo que es; exactamente eso; su presente abismal.
El hijo no se mueve, ni siquiera va en busca del pan. Al atardecer el padre se lo tira sobre la cama y con aprehensión y desgano lo mastica lentamente. Observa el Cielo, siempre el Cielo, en busca de una respuesta que no llega; no se inmuta, total, tiene mucho tiempo por delante. Tampoco necesita comer ni tomar líquidos. No siente el cuerpo. La herida de su alma atenúa todo otro dolor.
Tampoco el padre emite movimiento alguno. No buscan salir, no tienen amigos; no conocen a nadie.
Por la tarde golpean con los nudillos en la puerta de la habitación. Ni padre ni hijo responden. La puerta tiene dos vueltas y un cerrojo puesto. Los pasos se pierden rápidamente.
_Deberías salir, hijo. Eres joven y tu cuerpo agraciado. Deberías pensar en un lejano futuro y sobreponerte. Debo hablarle...
El hijo no se mueve, ni siquiera va en busca del pan. Al atardecer el padre se lo tira sobre la cama y con aprehensión y desgano lo mastica lentamente. Observa el Cielo, siempre el Cielo, en busca de una respuesta que no llega; no se inmuta, total, tiene mucho tiempo por delante. Tampoco necesita comer ni tomar líquidos. No siente el cuerpo. La herida de su alma atenúa todo otro dolor.
Tampoco el padre emite movimiento alguno. No buscan salir, no tienen amigos; no conocen a nadie.
Por la tarde golpean con los nudillos en la puerta de la habitación. Ni padre ni hijo responden. La puerta tiene dos vueltas y un cerrojo puesto. Los pasos se pierden rápidamente.
_Deberías salir, hijo. Eres joven y tu cuerpo agraciado. Deberías pensar en un lejano futuro y sobreponerte. Debo hablarle...
_Eres más fuerte que
yo, padre. No puedes quedarte así, en esa parálisis mental, para siempre. No
puedo ayudarte, aunque tiene que sobre ponerte. Debo advertirte antes de que...
Cada cual en lo suyo,
ensimismado en el otro, se olvida de sus necesidades. No hablan entre ellos ni
comen ni beben siquiera.
Han pasado días. Los
encontraron con sus sendos trajes de riguroso luto oscuro, corbata negra y
cuello almidonado, inmóviles en el suelo, mirando el Cielo.
ANILLO DE BODAS
Por su cara le caía un
chorro de sangre como si un río lo hubiera invadido. Sus pies no crujían al
moverse de un lado a otro, dejando huellas sin forma, como rastro de animal
herido.
Se había detenido en
el horizonte; buscaba y medía su fin. Lo arrastraba el ansia: caminaba tras los
crepúsculos para esconderse, perdido tras la línea de su abismo y la cima le
era inalcanzable.
Lo acusaban de haberla
matado. Pudo ser. No recordaba. La pelea fue feroz, pero el olvido aplana los
recuerdos; los rodea como una sábana enrollada y la niebla disuelve la culpa.
Deseaba haberle roto
los dientes por su fealdad. Fue siempre una traición a la verdad. Estaba
sometida a los rigores de la tradición y a las costumbres. La verdad y ella
caminaba por diferentes rutas-
Todavía le duraba el
dolor; lo arrastraba entre los ojos, como que lastimaba.
¿Qué sucedió? No lo sabía. Intentó recordarlo -es cierto- aunque todo estaba nublado en su interior. Sólo oía las campanas del alba y la veía allí, tendida a sus pies. ¿Criminó ella o lo criminaron a él? Ciegos, no percibieron que se destrozaban el uno al otro, devorándose el alma vacía ya de sentimientos.
¿Qué sucedió? No lo sabía. Intentó recordarlo -es cierto- aunque todo estaba nublado en su interior. Sólo oía las campanas del alba y la veía allí, tendida a sus pies. ¿Criminó ella o lo criminaron a él? Ciegos, no percibieron que se destrozaban el uno al otro, devorándose el alma vacía ya de sentimientos.
Pudo ser. Los
recuerdos estaban rociados de olvido. La memoria es injusta; se pierde en
laberintos desconocidos-
El también estaba
herido. ¿Por qué no la acusaban a ella, entonces? ¿Por que murió primero? ¿La
justicia es solamente el apuro de correr lo antes posible hacia el acto postrero?
Quedó él. Bien pudo quedar ella. ¿Qué más da?
Se le nublaron los
ojos; se le oscureció el iris y sin queja, sin dolor, se terminó de oscurecer
todo hasta la oscuridad total.
Oía su voz; salía de
su boca sin emitir sonido alguno, sin entreabrir los labios siquiera. Las horas
se estiraban, sólo el camino quedaba.
Quería seguir
viviendo. Ser útil todavía. Costaba trabajo vivir, costaba trabajo matar y
costaba todavía mucho más claudicar. El hombre busca el aire, el oxígeno en lo
más alto, destrozando el resto, aun lo más amado.
Se sentó y esperó un
larguísimo rato. Había perdido la cuenta. Le pasaba la muerte entre los
hombros, pero no le dejó señal de recuerdo alguno. Aún dudaba si no lo habían
asesinado a él. Sabía que no lloraría y vivirían en paz; en cambio ella era el
dueño de la luz.
Los perros ladraban;
el alba descorría la niebla. El rocío titilaba como diamantes esparcidos en una
alfombra oscura-
Se sentó, herido de
muerte, sorbiéndose la angustia y siguió platicando consigo mismo.
Acabo
de despertarme de una magnífica siesta en la cual repuesto mis
fuerzas. Busco de inmediato mi frasco de agua de colonia floral, por supuesto,
ya que odio toda aroma de lavanda, demasiado dulce y penetrante. Sí: cualquier
perfume siempre que no sea flora.
Tengo
una especie de manía desde hace algunos años; me siento olor a moho. Soy vieja,
aunque no tanto; otras están más arrugadas y avejentadas que yo, pero en
especial en mí siento este olor a moho. Es posible que si en vez de agua de
colonia me pusiese polvo de naftalina o un huevo de alcanfor, esa sensación
desapareciera, aunque es prácticamente imposible ya que asfixiaría a los demás;
en cambio así, no olor sólo me moleste a mí.
Se
preguntarán porqué toda esta perorata sobre el agua de colonia. Lo que pasa es
que tengo mucho tiempos por delante –muchas horas quiero decir- y tengo que
reflexionar en alta voz, pues nadie de la familia me lleva el apunte.
¡Imagínense! Cómo se van a ocupar de una vieja de siete veces diez años “a
punto de crepar”, como dijeron mis nietos el otro día. Está bien. Tenéis razón,
pero esta vez gano yo. Me muero, pero de vieja; de corazón, arterias y órganos
gastados; de intestinos deteriorados, de arteriosclerosis, de cerebro mal
irrigado y que sé yo cuántas ñañas más. Pero no me muero de ninguna enfermedad
de moda – ¡a mucha honra!-
El
cáncer no me afectó; ningún rechazo de órganos artificiales que duran, a veces,
con suerte, unos meses y después, puff, lo mismo; la muerte con más llantos y
gritos todavía, porque los familiares ya lloraron cuando lo operaron, cuando
resultó favorable la operación, cuando salió del hospital, después de largos
meses de internación; cuando jugó al tenis la primera vez, después del injerto,
cuando besó a su mujer, cuando comió pavo y cuando vio a su nietecito recién
nacido. Se preocuparon la primera, segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta,
séptima recaída y nuevamente lágrimas cuando –por fin!- murió.
Nada
de eso para mí; no, señores. Yo muero de muerte natural. Lo tuve a vuestro
padre de parte natural, vino al mundo naturalmente y me muero con naturalidad.
Ajá,
me olvidaba de contaros a qué viene todo esto. Tuve una maravillosa aventura,
hace unos pocos días
Después
de haber dormido varias horas seguidas, me desperté con la extraña sensación de
que algo había cambiado en mi cuarto. Como si me hubiesen trasladado a otro
lugar más confortable. Fíjense que la cama no tenía patas; se sostenía en el
aire, como un globo de gas, sin ningún esfuerzo. No tenía mesa de luz;
simplemente cuando deseaba algo, la cosa bajaba del techo, como movida por un
resorte del cual colgaba. Tanto fuera un libro como un remedio o mi frasco de
agua de colonia. Si estaba leyendo, al finaliza la última línea, la página se
daba vuelta por sí sola, antes de mover yo misma la mano.
Cuando
empezaba a tener una leve aprensión por tanto modernismo, ciertas maquinarias
de formas ovaladas se acercaron a mí. Intenté hablar y vi que mis palabras no
se oían en el espacio. Daba la sensación de que dentro de mi garganta hubieran
colocado una sordina que me impedía salir la voz. Comencé a gritar y
sucedió lo mismo: ni yo me oía tan siquiera.
Los
seres ovalados y metálicos se aproximaron a mí y en vez de hablar se levantaba
una visera al nivel de su mirada y extraños signos se formaban en una especie
de pantalla de un blanco radiante.
Quise
mover las manos pero éstas no respondían a mi deseo igual que el resto de mi
cuerpo. Sólo cuando pensaba en algo, se me ofrecía sin hacer yo el más mínimo
movimiento.
Las
máquina ( o como se llamen estas cosas extrañas) comenzaron a utilizar un
especie de bisturí con el cual abrieron mis cuerpo desde la garganta hasta el
ombligo. Desesperada miré mi pecho abierto y –horror!- no salía sangre ni
sentía dolor alguno. Miré como movieron los músculos y las costillas
hasta llegar con sus manos tenazas a mi corazón. Lo rasparon con una punta
afilada y cortante y con una aguja de punta fina me introdujeron una
descarga eléctrica.
Después
de unos minutos que me resultaron eternos, volví a ver las pantallas
blanquecinas repletas de signos misteriosos. Al bajar la visera, la luz se
apagaba y el otro abrí la suya para devolver los jeroglíficos: pensé: lo
necesitaría a Champollion para ayudarme a descifrar estos signos.
Al
instante apareció un hombrecito peculiar, mitad ser humano y mitad maquinaria
que, sonriendo, abrió su visera y esta vez con palabras conocidas, porque
hablaba en mi idioma, me explicó que ellos habían descubierto un método para
transformarnos en inmortales y creían estar capacitados para efectuarlo en un
ser humano. Pensé; por qué yo, pobre vieja indefensa? Me respondió, sin que yo
hubiera abierto la boca, que yo
Era
el ejemplar que “ellos” necesitaban, pues estaba a punto de morir y podían
probar así los efectos.
_ Ahora, me dijo, repose, que nada le
pasará.
Y
así fue. Una leve fatiga se apoderó paulatinamente de mí. Me fui adormeciendo
al compás de signos con tonos musicales que eran horrorosos, como si raspasen
el pizarrón con una tiza o la garra de un gato arañase un cristal o
sonasen miles de bocinas ensordecedoras en un cruce de avenida, cerrada por
reparación.
En
fin, dormí, y lo que me pareció mucho tiempo, casi diría días, me desperté en
mi auténtica cama con una sensación maravillosa.
Vi
que muchos de mis familiares, ya que amigas no tengo –todas murieron,
pobrecitas- estaban llorando.
_¡Por Dios!- exclamé:_ Esto parece un
trasplante.
Un familiar rió y respondió; un
trasplante no; un milagro.
Los
doctores se han puesto de acuerdo en jugarme una mala pasada. Dicen que no voy
a morir, que un milagro se ha operado y que, a pesar de mi aspecto viejo y
deteriorado, casi la mayoría de mis órganos y células están cambiadas por otras
de gente adolescente
Están
locos. Que digan lo que quieran. Yo voy a morir y de muerte natural. A pesar de
que el fin se acerca, me siento mejor, pero ellos, -los médicos, quiero decir-
que piensen lo que quieran.
Yo
me voy a morir y muy pronto para dejarlos con la boca abierta… salvo, ¡Oh Dios!
salvo… que todo haya sido realidad.
CUENTOS VOCATIVOS
Te
quiero ahora, con mis manos abiertas cual pimpollos para enredarte dentro de
mí. Te quiero ahora, al lado mío, mientras espiamos los barcos que llegas a la Costanera y nos reímos
al ver un marinero dormido cerca de las vías del ferrocarril. Ahora que el
viento nos golpea la cara haciéndonos brotar lágrimas de frío. Ahora que, tomados
de la mano, no necesitamos nada más, porque estamos completos. Pero te quiero
sin horarios ni problemas; sin tornillos ni obreros que faltaron; sin máquinas
a punto de romperse o que se rompieron ya; sin entrevistas importantes, ni
corridas, ni abogados, ni déficit en la cuenta bancaria, ni réditos por pagar.
Te quiero mío, entero, con olor a azahares en tus dedos, a aromo recién
cortado. Con tus zapatos de gamuza gastados de recorrer el mar en busca de
tiburones y no de zapatear tontamente las calles de la ciudad. Te necesito
bruma, agua, cielo. Si no cuentan los detalles cotidianos, una linda fachada,
el lago de Palermo, un petirrojo, las rosas recién abiertas o los cisnes del
zoológico, porque no hay tiempo que perder, porque tienes un vencimiento o estás
cansado, no cuentes conmigo. Yo no sé proyectarme hacia el futuro; estoy viva
día a día, cuando despierto y no quiero levantarme; cuando riego mis plantas y
escribo; cuando una paloma revolotea cerca de mi ventana. Porque no importa el
futuro, ése de números, signos y pesos, ése de cifras y cheques que, aunque
roces un día, no te traerá felicidad sino más complicaciones. Yo no sé vivir
así. Quiero seguridad, pero también soñar. Necesito el murmullo de la
rompiente, el olor a jazmines en el jardín, la paz y el sosiego. Cuánto tiempo
hace que te pido algunos discos para escuchar. Que prendas la chimenea y lo
haces con poca leña, porque te tiene que ir. Que vamos al cine a ver algo tonto
porque ese día es más barato. ¿Por qué no parar y esperar? Comiendo queso,
oyendo música en silencio, respirando sin hablar. Te quiero vivo, ahora que
estás al lado mío. Quiero que olvides ciertas obligaciones; que te deshagas un
poco del mañana, que te llenes de mí, ahora que somos jóvenes y tenemos ganas,
que el tiempo corre y no nos alcanza, que reímos de todo, que estamos sanos. …
No deseo encontrarme un día arrastrando de la mano un viejo gastado sin olor a
nada más que a olvido.
ELEGÍA
Tenía quince años la primera vez que te vi. La segunda vez había cumplido ya mis veintidós. Había una reunión en Adrogué y todos bailaban, salvo tú y yo que, sentadas en el diván, conversábamos. Me hablaste de tus hijos, de tu hogar, de la importancia del concepto familiar y me observabas como la futura mujer de tu hijo.
Pasaron unos meses; por una situación que no vale la pena mencionar, pasé tres días contigo en Adrogué y nos hicimos amigas para siempre, para toda la vida, más allá de la muerte que hoy nos separa.
Te quise, Quetén. Hoy, en esta máquina, con el temor a la hoja blanca vacía, con muchos conceptos que no sé cómo encadenar, deseo gritarlo, aullarlo al Cielo. Te quise y te quiero: fue un pacto de amor para toda la eternidad.
¡Cuántas cosas nos unen, cuántos recuerdos emergen! Adrogué, el caqui, vestido de fiesta en el otoño, alzándose con garbo y gran simetría, danzando sus hojas cantarinas al son del viento otoñal. Adrogué se hizo mío como la uña a la carne y dentro de ese ámbito reinabas tú, pequeñita, diminuta, deliciosamente. A fines de marzo solíamos sentarnos para contemplar ese árbol tan amado pasar pausadamente del verde seco de sus hojas de estío a los ocres y caobas del principiante otoño. A veces parecía vestido de dos estaciones diferentes. Los verdes luchaban por continuar siéndolo, mientras los tostados invadían su zona. Finalmente vencía la fresca estación y sumiso se inclinaba. En invierno, altivo y soberbio, resplandecía al sol, como vestido de fiesta.
Como vestida de fiesta fue también nuestra relación. Calma, sin baches, tranquilo el sendero. Nos quisimos naturalmente; ninguna tragedia empañó ese cariño, hecho más de caricias que de palabras. Algunos seres se relacionan oralmente, a través de la palabra. Tú te conectabas mediante el roce suave e inquieto de tu mano: amabas a tu modo, acariciando.
No encarábamos la vida de la misma manera. La filosofía te dejaba indiferente; la psicología te era una abstracción, un absurdo concepto sin sentido. Rechazabas la angustia, la depresión, que por una ironía trágica fue la causa de tu partida; sólo admitías un cierto etéreo aburrimiento, que desparecía de inmediato, si Carlitos regresaba o si desde el portón sentías la bocina de nuestro auto, aproximándose con tu primer nieto, Tati, o Santi, el de tu nombre predilecto, y luego Sebi, el tierno adolescente que Dios hizo tan bueno.
Aparecía también yo, alegre y dinámica, toda vida o silenciosa, apagada, todo dolor, de acuerdo al período que me tocaba vivir.
El peral, la primavera, las blancas flores, el zumbido de una abeja libando su miel, el pegajoso calor del verano, el mantel tendido, los almuerzos, el ping-pong, nuestros retos, el hábito del domingo; la humedad, el rocío, el cróquet y las risas y los llantos, los pañales, el silencio, mis ganas de contar o mi tristeza, a la cual nunca te apegaste; jamás entraste en mis turbios subterráneos.
Emerges entre mis recuerdos siempre fresca, con olor a talco y colonia, movediza, inquieta, franca, jovial. Amabas la risa recién hecha, los cuentos, nuestras crónicas: eran tu alimento social; vivías de nuestros labios. Siempre te reías, siempre alegre, siempre fresca.
Franca, tajante, generosa en extremo, intentando equilibrar lo que el destino otorgó en forma desigual. El dolor de cabeza fue la única queja que escuché en años, el cual mitigabas con dos aspirinas, que luego se transformaron en mis costumbre diaria. Más tarde, muchos años después, llegó el dolor de piernas, el no poder deslizarte ágilmente.
Tu voz guardó el brillo hasta los últimos días: hablabas fuerte; solías imponerte; a veces lastimabas. He tomado tu defensa en varias ocasiones; he sido herida, ocasionalmente, pero no guardé la herida ni guardé el rencor. Amabas y querías arbitrariamente. No existían grises en tus razonamientos: o blanco o negro: jamás medias tintas. Conocía lo bueno, lo que vale, sin apegarte a ello. La vida era para ti un rayo de sol entre tus lirios, un atardecer bajo el peral, el jardín, un buen libro, la chimenea encendida en el invierno, una taza de té humeante, tus hijos, tus nietos, las toallas finas y los repasadores bellos. Carlitos y Carlos fueron tu eje de acción, el centro de tu hogareña circunferencia.
Te ofrecí poco, es cierto; te regalé los festejos de todas las fiestas familiares; te cedí mis Nochebuenas, los aniversarios de mis hijos, pues sabía que a tu lado se recuperaba el sentido de la palabra familia, arraigado a ti. Renuncié a festejar todo lo mío, aún el sagrado día de la Madre a fin de que mis hijos respiraran fiestas felices, navidades en familia, cumples con risas y sol.
Hoy se apagó tu querida voz; ese timbre que escucho en mi silencio mermará y será recuerdo. Sebastián partió a tu entierro diciendo: “Para mí fue un ejemplo de vida”.
Tal vez no pude ofrecerte una Elegía, como fue mi intención, pero esta frase tan auténtica de mi hijo menor es el broche áureo para finalizar esta oración post mortem, que brota desde el fondo de mi alma agradecida. Merecería figurar sobre tu tumba, llena de lirios azules, plantados sobre esas tierra aún húmeda de pena, con algunos tulipanes amarillos, meciéndose indisciplinados sobre ti.
Señor…
pasé mi vida no hallándote. Corría tras de ti y ya eras ido, de flor en flor,
de zumo en zumo; llegaba siempre tarde, media hora, veinte, cinco minutos. Al
final te perdía por fracciones de milésimas de segundos o por ínfimas
fracciones más pequeñas.
Señor…
mi camino eras tú; te perseguí como a ciervo herido, entre montes y pasturas,
entre ríos y montañas. Busqué tu camino, recorrí espacios y senderos. Ni tú me
sorprendiste ni yo alcé los ojos y vi tu esplendor: te escondías y te temía.
La
gente solía encontrarte. Escuchaba los relatos con ira y fatiga. Para ellos era
un acto cotidiano; para mí, el fin de mis angustias. Quería pedirte paz, una
paz sin apremios, sin límites espaciados, una paz duradera.
Preguntaba
cómo eras, de dónde eras y a nadie interesaba. Llegaba en el instante
inoportuno. Tú siempre huías; llegabas antes que yo o después de mi partida:
jamás unidos.
Me
daban tus predicados: alto, un metro ochenta, tez morena, ojos claros, mirada
melancólica, compasiva; infinitamente bueno, infinitamente sabio.
Señor…
hace dos mil años que espero. Tengo la edad de tu historia, el tiempo límite
entre tu nacimiento y tu muerte.
Pregunté
por tus milagros: me dieron un millar de nombres y un millar de curas diversas.
Pregunté
por tus causas: defendías a los pobres, protegías a los enfermos, odiabas a los
tartufos y anhelabas someter la corrupción. Y hablabas como un padre, sin
descanso alguno.
Tuve
distintas opiniones, pero el discurso era similar: eras bueno, eras honesto,
decente, generoso y bello.
-¿Y los ojos?- les decía. -¿Y su
mirada?-
-Difícil
de explicar- me respondían; como la voz cálida, como la arena ardiente, el
color del poniente, de la oscuridad.
No
quise cejar. No abdiqué. Quería saber de ti, quería llegar a tiempo. Veinte
siglos al acecho es demasiado. Muchos te veían, otros te dejaban y yo no
claudicaba. Repetían tus milagros. Reconocían tu reino; yo hervía de
impaciencia.
Señor…
quiero ver a Dios, escuchar tu voz, observas el límite de tu sombra. He
envejecido en tu búsqueda. Mi color es gris; mi mirada, monótona. Pregunto lo
mismo y me responden lo mismo:
“Mil gracias derramando…
Pasó por estos sotos con
presura.”
Tengo
el corazón de vidrio y las plantas de los pies de acero. Quiero ver al Verbo
Divino. He llegado a la tierra, entre miles de millones de asteroides, planetas
y galaxias para encontrarte y reconocer tu presencia con premura. Mi
impaciencia me estorba.
He
caminado años entre pueblos tristes, de continente en continente, sin fe, con
ansias solamente. Ahora, al cabo de mi andar, tropiezo y me apabullo.
Jamás
falté, pero hoy, que me deslizo en pos de ti, lastimo y hago daño.
Sin
embargo, te hallaré, por un día o un minuto apenas. Mi cansancio tiene un
límite y tu compasión –me han dicho- es infinita.
Será
mi última aventura, el gran hallazgo, encuentro sin despedida, abrazo
impostergable.
Señor…
pasé mi existencia entera buscando tu huella certera, aunque la fecha y
el veredicto definitivo corresponden a Aquél, cuyo nombre no debe ni puedo ser
invocado.
Quizá te perseguí en vano.
Quizá morabas en mí.
UNA ALEGORÍA
Ya no recuerdo cómo fue y porqué me
caí, pero de repente me encontré en una corriente que me arrastraba río abajo.
Sé que hacia donde descendía había un pálido reflejo de sol tenue; también sé
que intenté por todos los medios de no ahogarme, de llegar a la orilla, aunque
fuera a los tumbos, arañándome contra las peñas.
No me dejaba ir pausadamente; me
aferraba a las piedras filosas que sobresalían de los acantilados y en
vez de protegerme se me incrustaban en la carne.
Yo seguía contorsionando mi
cuerpo parar el impulso de esa corriente que me sacudía y me enredaba en
sus locos remolinos; gritaba, manaba sangre de mis heridas y, plena de
magullones, intenté zafarme de tanto horror, de tanto ahogo.
De repente, apareció un leño, una
madera lisa de buena calidad qe retozaba junto a mí; me prendí a ella,
agradeciendo al Cielo tanta suerte; la madera se dejó hacer, me sirvió de
apoyo. Yo no la tomaba, la apretaba fuertemente con todos mis miembros de miedo
a que me abandonase, en medio de esa agitada marea.
Era suave; se ajustaba a mis
necesidades y ya no temía avanzar y dejé de rebelarme, de atropellarme junto a
las rocas de ese río burbujeante.
Si, involuntariamente somorgujaba río
abajo, retenida por el leño lograba vencer la tormenta y volvía a resurgir con
nuevos bríos y fuerzas.
Fui casi feliz durante un tiempo.
Un día la madera se desprendió de mí;
no sé cómo sucedió ni siquiera si fue de repente o paso a paso, pero me
encontré nuevamente sin apoyo; desesperada miré a mi alrededor y vi que se
alejaba despacio, con lentitud, como mirando mis esfuerzos por retenerla, como
no queriendo abandonarme de golpe, temiendo mi propio desprendimiento. Si me
vencían las fuerzas y me dejaba estar sin intentar luchar, se acercaba
balanceándose sobre las ondas fluviales, como queriéndome arrastrar.
Rugosas y ásperas eran sus astillas
sobresalientes, las que jamás había notado, cuando apoyaba sobre ella mi cabeza
para reposar un rato.
Yo no comprendía esta metamorfosis en
el leño; porqué ahora su contacto con las yemas de mis dedos me hacía
sagrar y por ende llorar; estaba desconsolada y triste; a menudo me
quejaba pero, por extraño que parezca no peleaba en contra de la corriente,
como antes, cuando me arrinconaba por los rincones de las bahías para
protegerme.
Lloraba, gemía, le pedía al leño que
no me abandonara, que no flotara cerca de mí sin ser mi apoyo ni mi sostén.
Me acostumbré; uno siempre se habitúa,
aun al dolor a las pérdidas más caras, pero mi alma era una llaga y me
dolía el cuerpo.
La madera, cada vez más lejana, me
abandonó; ya no la vi como una tabla, la única tabla de salvación sino como un
leño que me había herido, quizá sin querer, por no saber, por no entender. La
veía con cariño por lo que fue y con pena por lo que no quiso ser más.
Pienso que empecé a madurar; por
primera vez hice la plancha sin miedo y me animé a estirar el cuello para
observar el panorama que se abría delante de mí; vi que nada era tan
trágico como me pareció al principio de la caída. El río seguía arrastrándome y
al dejar de rebelarme con movimientos contradictorios contra su propio influjo,
se tornó más llevadero; hasta percibí la frescura del agua y el contacto
agradable del sol que me entibiaba.
Me asombré; había peleado tanto contra
los escombros que verme flotar se convirtió en un puro placer. Cómo me
desconsolaba, cuando volvía a ver el leño haciéndome sentir su abandono, su
distancia de mi lado. Cuánto mal me hacía encontrarlo sin poderlo rozar.
Yo seguía avanzando; el agua era
fresca y el camino se hacía acogedor. Al levantar la cabeza veía
luz, una luz tenue de atardeceres cálidos, invitándome a abrazarme y a
cobijarme en sus rayos eternos y envolventes
RACCONTO
Juzgo los sucesos desde hoy, nuestro pasado. Es imposible hacerme a la idea de no estar compartiendo tus instantes de la misma forma que lo hacía diariamente. Vives conmigo en forma permanente, presente siempre en todos mis actos, aun los más superficiales y monótonos. Convivir contigo fue darla una nueva dimensión a la vida, respirar el oxígeno puro de las cimas más altas y tener olor a aromo entre mis falanges, cada vez que respiraba mis manos para absorberte, porque estabas entre mis dedos, sumergido en la piel de mi brazo, que apretabas con orgullo, como si fuera la única posesión que te permitías. Sin embargo, estás también en mi esencia. No pernoctamos juntos pero marchamos unidos hacia nuestro destino, luchando y peleando como héroes, a fin de encontrar nuestra fibra más íntima y dejarla traslucir en nuestra acción. Estabas como olvidado de ti, cuando me encontraste, a la vera de tu ruta. Olvidado de ti, olvidaste hasta los valores más sublimes, hasta que mundo subjetivo y lo escondías muy adentro de ti, como desesperado para que el ajeno no lo intuyera. Y aparecí de repente yo, esta personita endeble, fuerte en intelecto aunque pueda convertirse en ceniza, si lo soplas con premura. Yo, con todas mis virtudes y todos mis defectos, que sólo comprendió tu valor por el ideal que escondía tu poesía y se enamoró de la poesía, luego del ser que transmitía esa poesía y más tarde de la mirada, de las manos, del corazón de ese hombre. Han pasado ya muchos años desde nuestro casual encuentro, llevando pegadas las almas en un solo ser. Revoloteamos por separado y nos reencontramos en esas minúsculas entrevistas siempre apuradas. Sin embargo, somos uno, en uno solo, unidos para siempre. Vivimos literalmente como amigos inolvidables; estás conmigo, sin estarlo en la realidad, a veces. Sé todo lo que me hubieras dicho frente a tal situación, cómo hubieras juzgado los hechos que me atañen; te pregunto y puedo responderme a mí misma en tu nombre. Conozco hasta tu reacción y el movimiento de la médula de tu espina dorsal, cuando no estás conforme con mi proceder. Lo siento a través del hilo telefónico que relaciona tu voz con la mía, porque todavía se tutean más nuestras voces que nuestros cuerpos: tienen mayor intimidad. Hoy nace en mí reencarnarte a través de estas palabras para que los otros tengan noción de lo que encontrarte, como amigo incomparable. Mientras vivas no podrás zafarte de este encuentro ni liberarte y plasmarte en otro, con la intensidad
producto mío, como yo
soy para ti tu producto. Convivimos como dos entes matemáticos, el uno en
relación con el otro, para combinarse en múltiples formas, llegando hasta el
cálculo infinitesimal. Te cedo el honor de ser producto o el resto: me es
absolutamente indiferente: el resultado es y será el mismo: somos dos en uno,
dos cuerpos y un alma, dos almas en un ser, dos mentes vivas en una sola
creación, dos obras maestras en el arte universo.
ANNIE
El problema era
conocer el paradero de Paul, luego de la muerte de Annie. A él le dejaba toda
su herencia, el dinero en los bancos internacionales a plazo fijo- en dólares-
los muebles de su paquetísimo departamento en Belgrano C, con vista al río,
nueve habitaciones, tres baños, toilettes, living de quince metros con un
balcón-terraza, comedor, escritorio, sala, living íntimo, saloncito de estar y
todos los detalles inimaginables, desde las canillas de plata maciza hasta el pequeño
refrigerador minúsculo.
Sabíamos cómo era Annie; el problema no era ella; era saber como era él.
Annie era una deliciosa personita, delicada y etérea, culta y refinada. Tendría unos treinta años, cuando la vi por vez primera y no puedo olvidar su aire ingenuo y su refinada elegancia. Pequeña, menudita, frágil, era el centro de toda reunión. Todo en ella era dulzura y suavidad. Uno oía la superficialidad de su conversación con deleite y, cuando deseaba elevar el nivel, su cultura descollaba entre los oyentes atentos.
Después del accidente, empezó a deslizarse con ayuda de un bastón con puño de marfil. Este era su único desacierto. El bastón se le deslizaba de sus dedos, cada vez que intentaba hablar y, con gran estrépito, siempre terminaba en el suelo: reuniones, veladas de gala, entierros, ceremonias religiosas tenían como fondo dos o tres caídas del bastón, que finalizaban en la suave risita de quienes la acompañábamos: Annie susurraba en voz baja:
_Es Paul, para distraerme. Quiere que sólo esté atento a él.
Sabíamos cómo era Annie; el problema no era ella; era saber como era él.
Annie era una deliciosa personita, delicada y etérea, culta y refinada. Tendría unos treinta años, cuando la vi por vez primera y no puedo olvidar su aire ingenuo y su refinada elegancia. Pequeña, menudita, frágil, era el centro de toda reunión. Todo en ella era dulzura y suavidad. Uno oía la superficialidad de su conversación con deleite y, cuando deseaba elevar el nivel, su cultura descollaba entre los oyentes atentos.
Después del accidente, empezó a deslizarse con ayuda de un bastón con puño de marfil. Este era su único desacierto. El bastón se le deslizaba de sus dedos, cada vez que intentaba hablar y, con gran estrépito, siempre terminaba en el suelo: reuniones, veladas de gala, entierros, ceremonias religiosas tenían como fondo dos o tres caídas del bastón, que finalizaban en la suave risita de quienes la acompañábamos: Annie susurraba en voz baja:
_Es Paul, para distraerme. Quiere que sólo esté atento a él.
Estos comentarios no
nos sorprendieron la primera vez que los escuchamos. Creíamos entrever una
broma y la aceptábamos, pero la broma siguió su curso y siempre estaba Paul en
medio de sus conversaciones. La curiosidad empezó a despertarse. Queríamos
saber más de él. Como sobrinos carnales y conociendo la soltería voluntaria de
Annie, nos molestaba inconscientemente este agresor de nuestras tierras, de
nuestros dólares, en fin de nuestra muy posible herencia futura, pero Annie
sonreía y detrás de su risita jamás pudimos quitarle un solo detalle.
Si llegábamos de improviso a su casa, Annie tenía en la mesa dos cubiertos puestos. Al preguntarle la causa, respondía:
Si llegábamos de improviso a su casa, Annie tenía en la mesa dos cubiertos puestos. Al preguntarle la causa, respondía:
_Lo esperaba a Paul.
Dormía en cama camera,
con vista al río, aunque jamás notamos en ella una presencia humana, una sombra
de masculina esencia. Infaliblemente Annie esperaba a Paul y ello nos fue
intrigando a lo largo de treinta años consecutivos.
La relación de Annie y Paul ni mejoraba ni empeoraba: parecía idílica. Nosotros despreciábamos ese ser que invadía el alma de nuestra adorada tía multimillonaria. Nos molestaba incluso que lo nombrara, que le atribuyera derecho, no por el dinero en sí, sino porque nos alejaba de su cariño y atención continua: lo veíamos como un peligroso rival.
Treinta años fueron suficientes para despertar odios, rencores y miedos en nuestra familia. Annie seguía sonriendo y sonriendo hacía lo que quería, sin darle explicaciones a nadie.
...
La relación de Annie y Paul ni mejoraba ni empeoraba: parecía idílica. Nosotros despreciábamos ese ser que invadía el alma de nuestra adorada tía multimillonaria. Nos molestaba incluso que lo nombrara, que le atribuyera derecho, no por el dinero en sí, sino porque nos alejaba de su cariño y atención continua: lo veíamos como un peligroso rival.
Treinta años fueron suficientes para despertar odios, rencores y miedos en nuestra familia. Annie seguía sonriendo y sonriendo hacía lo que quería, sin darle explicaciones a nadie.
...
Una noche la
encontramos en su departamento, muerta: -Un ataque cardíaco- decretó la
autopsia. Nosotros nos opusimos: -Imposible: ¡Fue un crimen premeditado! Paul
no debe ser ajeno a él-
Quisimos nuevos
veredictos, opusimos nuestro acuerdo, pedimos peritajes forenses, en fin,
gastamos una enorme suma de dinero a fin de descubrir el personaje que nos
había robado -creíamos con razón - su fortuna.
No hubo forma de que Paul apareciera. Como un fantasma, al irse Annie, él había desaparecido junto a ella.
No hubo forma de que Paul apareciera. Como un fantasma, al irse Annie, él había desaparecido junto a ella.
El problema estaba en
la sucesión que no se podía abrir hasta la aparición de dicho personaje.
Los primeros días pasaron sin gran inquietud; finalmente lo íbamos a conocer, pero pasaron dos, tres semanas, uno, dos, cuatro años y Paul no se presentaba a cobrar su herencia. Buscamos su dirección en las agendas de Annie, publicamos edictos y estábamos a la espera de algún indicio para obligarlo a presentarse, firmar, cobrar y desaparecer nuevamente-
Los primeros días pasaron sin gran inquietud; finalmente lo íbamos a conocer, pero pasaron dos, tres semanas, uno, dos, cuatro años y Paul no se presentaba a cobrar su herencia. Buscamos su dirección en las agendas de Annie, publicamos edictos y estábamos a la espera de algún indicio para obligarlo a presentarse, firmar, cobrar y desaparecer nuevamente-
Pasaron diez años. La
herencia aumentaba, el capital engordaba, la renta no se gastaba y ningún Paul
vino a cobrar su parte.
El recuerdo de Annie
no se empañó en nuestra memoria por esta broma de mal gusto. El tono cálido de
su voz seguía invadiéndonos y no podíamos culparla. Era su dinero, hizo con él
lo que estimaba correcto y se fue, sin avisarnos, decidiendo sola.
Una tarde, mi hijo Juan, escritor innato y bohemio de oficio, indagando papeles viejos, guardados por mi mujer en un cajón del desván, encontró ciertas notas curiosas que le llamaron la atención.
Una tarde, mi hijo Juan, escritor innato y bohemio de oficio, indagando papeles viejos, guardados por mi mujer en un cajón del desván, encontró ciertas notas curiosas que le llamaron la atención.
El 11 de septiembre de
1946 Annie escribió en París, en plena recuperación de la II Guerra Mundial esta
nota: -Anoche conocí a Paul. Soñé con él toda la noche. Vanos fueron nuestros
intentos para dar en París con esta nueva pista. No hubo mensaje que lo trajera
finalmente a la realidad.
Annie se había casado
con un sueño, fue la sentencia del juzgado en lo Civil, donde había quedado
adjudicada la Sucesión.
El sueño de Annie
había durado la friolera de treinta años. Los derechos sucesorios habían
claudicado a favor de una ilusión en la mente de nuestra querida y bienamada
tía carnal.
CRÍTICA DE Thierry Van Hees
¿Y?
"Parecido a un parto, jadearé como
una locomotora y en vez de un hijo me nacerá la muerte."
Muy bueno. Profundo. Desgarrador.
Comparto la opción de no ser objeto de las vejaciones que imprime la medicina
con su tecnificación de sus métodos, en su afán de prolongar lo ineludible
cuando ya es innecesario. Tratan a los pacientes como números y como rehenes de
una competencia entre sabios.
"Después,
el resto del tiempo que me quede, leeré y le hablaré a la luna de su cráter
escondido, ése que los astronautas no alcanzaron a perforar con utensilios
terrestres."
El
Sino
Qué maravilla. Qué tierna historia! Qué
terrible historia de vida y a la vez maravillosa. Me emocionó!
Qué buena y linda manera de relatar esa
historia.
Belleza en las palabras y las imágenes!
Qué buena la evidencia del ser sensible
de la escritora, aún sin que se haga alarde!
"...canta una deliciosa melodía en
medio de mi angustia, no la suya."
"Esta mujercita no sufre por su
suerte, pero atormenta mi angustia."
ERA UNA
VIEJECITA
¡Ah!... ¡Qué vieja jorobada! Con razón
el rechazo.
"Dos veces la vi sonreír: una,
cuando murió el gato, y otra, cuando me caí en una tina de lejía y mamá me
pegó."
¡Cuánta necesidad de afecto! ¡Pobre
espíritu de la vejez!
"Fluyó la charla de siempre,
ligera, vivaz y tierna con su oyente silenciosa: una mosca a la que le había
quitado las alas, para que en su afán de vuelo no pudiera abandonarla a la hora
acostumbrada."
¡Tal cual! Perfecto! Real!
"...exhalando de su boca un
nauseabundo olor a vejez..."
Annie
Qué amor Annie! Me encantó. ¡Muy, muy entrañable!
ANILLO
DE COMPROMISO
Ah! ¡Qué divorcio de conjunción de
sentimientos!
"Ciegos, no percibieron que se
destrozaban el uno al otro, devorándose el alma vacía
ya de sentimientos."
LA ESPERA
¡Oh!
¡Ecos del inconsciente! ¡Qué buena semblanza familiar! Tal cual
el calco de tantas otras situaciones familiares.
Natalio
Ruiz
¡Pobrecito!
"Caminaba a saltitos, como tero
cansado, con pasos breves y menudos y su figura atontada."
Y así quedó: atontado por el golpe,
cansado de vivir el amor imposible y su figura apenas maullada.
ResponderEliminarEsto realmente funcionó y estoy orgulloso de dar testimonio de ello. Vi un mensaje sobre cómo una mujer recuperó a su hombre por LORD MERCOLA. Él la ayudó a recuperar a su ex marido. Mi esposa se divorció de mí hace 2 años para vivir con otro hombre y he tratado de dejarla ir, pero no pude, así que trato de hacer muchas cosas para recuperarla y ella se niega a volver a mí. Visité un foro un día para obtener consejos para recuperarla y allí vi a una dama testificar de cómo LORD MERCOLA la ayudó a recuperar a su hombre después de que fue atada con un hechizo por otra mujer y LORD MERCOLA fue quien la ayudó. . Aunque nunca creí en el trabajo espiritual, lo probé a regañadientes porque estaba desesperado y me puse en contacto con él para explicarle mis problemas, para mi gran sorpresa, LORD MERCOLA me ayudó a recuperar a mi mujer después de 2 días y ahora mi relación ahora es perfecta. como lo prometió. Recuperar a tu ex hechizo de forma permanente no solo hace que recuperes a alguien que amas, sino que también vuelve a unir los sentimientos de tus amantes para que seas tan feliz con esa persona. Mi mujer ahora me trata como un rey y siempre dice que me ama todo el tiempo. Si está pasando por dificultades en su relación, LORD MERCOLA puede ayudar a resolver problemas matrimoniales, restaurar relaciones rotas y también puede curar enfermedades como el VIH, el SIDA, el virus del herpes, el cáncer, E.T.C Envíelo por correo electrónico para obtener ayuda urgente. Correo electrónico: lordmercola@hotmail.com o WhatsApp / Llámalo al +2348168660247.
Gracias LORD MERCOLA por la ayuda