lunes, 8 de mayo de 2017

14 cuentos de C Bosch




                                                                                                         CUENTO MÍTICO
                                                                                                                                                                                                       
      APOLO Y DAFNE

Daphne

Daphne era deliciosa. Una estilizada criatura, parecida las imágenes que pintó Botticelli en el Renacimiento. Pero, según la opinión de Apolo, tenía un solo defecto: era casta, pura, inexpugnable.
Una mañana temprano, cuando todavía los ruiseñores están en los brazos de Orfeo, Apolo se levantó decidido a poseerla.
Ella fue como siempre a bañarse al río. Sumergió su delicado pie en el agua; luego, paulatinamente, con garbo y brío, se deslizó dentro. Hundió sus nalgas y sus pechos, estiró los brazos y tocó la espuma. Rió, serena y feliz.
Apolo la espiaba con avidez. Su mirada relampagueaba; las pupilas esmeraldas estaban dilatadas por la excitación; los pies rígidos, los músculos tensos. Todo él era una fibra de carne humana en suspenso, un signo de interrogación a punto de desbordar.
Daphne salió lentamente. Sacudió su cabellera dorada; temblaba su inmaculado cuerpo en contacto con el aire y gimió de placer. Girando su cuello con donaire, vio la mirada ávida del Dios del amor.
Se alejó de prisa. Corrió, como una gacela asustada, cuando vio que él la perseguía. Se deslizó ágilmente, sin tocar con sus pies la tierra y extendió los brazos al cielo en ademán de ayuda. Júpiter no desoyó su ruego. Criatura predilecta de los dioses, no podía ser abandonada a esta triste suerte.
Cuando Apolo apoyó la mano glotonamente sobre la cintura de su juvenil víctima, ésta profirió un grito de terror.
Al instante se partió el cielo en dos; un trueno sordo y profundo se oyó a lo lejos; dos relámpagos estallaron entre las nubes y, lerdamente, el cuerpo de esa pequeñita ninfa etérea se fue transformando.
En los dedos de los pies le crecieron prontamente raíces; su pierna izquierda se convirtió en corteza, cubriendo con timidez la virginidad de sus pudores. Las manos se alargaron en frágiles ramas; su cabellera dorada, embellecida por el alba, fue perdiendo el brillo del oro de Tiziano  y adquirió la rugosidad de las hojas secas. El grito sordo, en la boca aterrorizada, se perdió para siempre.
Era la hora exquisita. Bajo los ojos de un Apolo enloquecido, Daphne se transformó en laurel.
                                                                                                                   CUENTOS FAMILIARES

       ABUELO 

Cuando te nombro te busco en el cielo. No en el cielo de los buenos. Simplemente allí, suspendido, quizá porque eras profesor de astronomía y yo te confundía con “astrólogo”. Pero yo no te recuerdo así. Mi visión es la de un mago con un gran bonete azul salpicado de estrellitas, observando el cielo. Y digo mago porque, además de saber el nombre de cada constelación y conocer el destino de la Vía Láctea, mi abuelo fabricaba barriletes a raudales. Los armaba durante la semana y los traía el sábado a la quinta para remontarlos. No era uno solo; a veces tres o cuatro juntos en el mismo carretel, a los cuales les enviábamos telegramas para saludarlos mediante papelitos de diferentes colores. Sabías cortar con la tijera las más maravillosas bailarinas de papel, conforme se lo fuéramos pidiendo. Poseía, además, toda clase de chucherías guardadas en su escritorio. Además de astrólogo, profesor de astros, fabricante de barriletes, era músico. Tocaba el violoncello y nos enseñaba piano. Cuando nos llevaban al Colón,  en el entreacto nos acercaban a su palco, donde nos esperaba con una caja de lengüitas de gato o una lata de almendras. Recuerdo  la dulzura de tus ojos celestes, las reuniones de té bajo los eucaliptos, contándonos cuentos, y las escapadas en busca de los barriletes perdidos. Aprendí a tocar el “para Elisa” bajo tu mirada exigente y a no decir “malas palabras” porque “no existen en el diccionario”. Aprendí de tus largas caminatas el placer por caminar  y siempre apoyada en una rama, como lo hacías tú. Me enseñaste el arte del silencio, la soledad, la música, el olor dulzón de los aromos, la paciencia y un sin fin de cosas más que no me las señalaron, porque tal vez se olvidaron. Sólo las recuerdo como cuando uno hojea un álbum de fotos y las figuras parecen salir de su pose estática para convertirse en duendes de historietas. Aprendí, también, la pasión por el color, a admirar la naturaleza, a amar lo simple, a no molestar más de lo debido, a ser reservado. Tu lema era: “Si quieres que algo esté bien hecho, hazlo tú mismo.” Y así fue: hasta tu muerte temprana, jamás se te oyó murmurar una queja ni un gemido. Caíste como cae un roble, con altivez y orgullo en tu mirada. Cuando me anunciaron tu muerte, yo estaba en el jardín; había flores y pasto a mi alrededor. Caí de rodillas, con las manos sobre mi vestido. Y no pude llorar, recuerdo, porque llorar significaba estar triste. Yo no sabía hasta qué punto morir era no verte nunca más. A los nueve años no se valora esa palabra. Creí que era un largo viaje hacia las estrellas. Creí que iba a encontrarte en la Vía Láctea o en Saturno, girando alrededor, como uno de sus anillos, tal como me lo explicabas tú. Imaginé el viento hablándome en susurros de ti y yo enviándote mensajes, allá, alto, a través de nuestros queridos barriletes. Jamás volví a remontar ninguno. Sin embargo, aún hoy, en cada cometa que vuela, veo un poco tu imagen feliz de abuelo pleno. Eres, de los seres queridos, el que más extraño y quiero. Los dos teníamos mucha semejanza. Éramos como dos gotas de rocío, balanceándose en la misma hoja; dos gotas de rocío bajo un pino, en un día de lluvia. De ti me quedó todo lo escrito… y el silencio


EL DESAYUNO


Anoche nos hicimos una promesa. Mientras le hicimos la pera al baño, preparamos todo para que fuera más sencillo. Te acostaste a medio vestir, con remera, sweater y calzoncillo; al blue- Jean lo pusiste al borde de la cama y en el suelo esperaban tus botitas inquietas para la sorpresa.

Y así fue; apenas me desperté te llamé entre runruneos aún de sueño, pues te oí conversar con tu hermano menor y te recordé, en esa quejumbrosa llamada, tu olvido. Ligero cual un cervatillo dorado, diste un brinco, te pusiste el pantalón, los zapatos –cosa que jamás logro que hagas- fuiste al baño, te lavaste la cara, te cepillaste el pelo, ese que Dios te otorgo de seda y disparaste abajo gritando:
       
        _Marta, Marta, ven que te necesito.
Me quedé pues, esperando tu llegada, con los ojos cerrados, en mi cama. Al ratito, cuando casi me había vuelto a dormir, oí el tintineo de una cucharita sobre el plato, el ruido a risa recién echa y lo pasos de mi amor subiendo por la escalera que lleva a mi dormitorio.
Apareciste tú, hecho miel y luz, con tus manos regordetas sosteniendo una bandeja enorme con tus pocos años llena de remedios,  galletitas con manteca y dulce de frutilla y una taza de café humeante, invitándome a despertar con una sonrisa de agradecimiento.
Tomé apurada esa bandeja que había llegado casi por casualidad intacta a mi cuarto y saboree mi desayuno, encantada.
Tú, parado al lado de mi cama, peinado y reluciendo de felicidad, me preguntabas:
      _Lo hice bien, mamá. ¿Está bien?
-Sí- respondía yo con mis ojos, pues mi boca estaba llena de dulce y amor. Por eso quise escribirte, Santito, cuando empecé este cuento. La vida está llena de inesperadas compensaciones que pueden tornar un día en un milagro, un momento odioso en una aventura.
Este desayuno tan tambaleante que llegó a mi cama, una mañana de Julio, cuando estábamos de vacaciones, será inolvidable en mi memoria, porque me lo trajiste tú, mi amor, mi hijo querido y porque lo dejé estampado en un papel para que otros lo puedan saborear conmigo.
       
         ABROJITO

De ti no hay nada escrito. Eres como un tercer hijo al cual nunca se le sacó una foto, pese a que el primogénito y aun el segundón tienen sus álbumes repletos. Tú tienes fotos –unas cuantas- pero no un cuento de tu madre. No me creció ninguno como a tu hermano Cristián ni ningún poema brotó de mis labios como cuando nació Santiago. A ti, Abrojito, cuando naciste, me brotó una lágrima y junto a ella un sollozo. Estuviste muy enfermo; respiraste normalmente, lloraste espontáneamente pero, a los veinte minutos, cuando una enfermera pasó a tu lado, te vio totalmente morado y notó que te estabas asfixiando. Empezó entonces una corrida de médicos y enfermeras y yo, sin saber nada. Sospeché algo, cuando me vinieron a preguntar por tu padre, a la noche, pero me acallé yo misma la angustia. Por la mañana un doctor –especialista en neonatos- vino a anunciarme tu actual “statu quo” entre la vida y la muerte: o te salvabas o te morías; no había ninguna chance más que esperar. Y así esperamos sin novedades durante setenta y dos horas, viéndote respirar a través de una incubadora con oxígeno, plasma y sangre corriendo artificialmente por tus venas. Al cabo de ese tiempo, repuntaste poco a poco; te sacaron el plasma, la sangre- no el oxígeno- y por primera vez te vi con un pañal. Morado, grisáceo, parecías invocar a Dios en cada uno de tus esfuerzos por mantener la vida. Se te hundía el pecho, el estómago parecía desinflarse, te ponías tenso, hasta tu próxima respiración.
Y te veo ahora en esa foto que está siempre en mi mesa de luz, rodeado de tacos de reina que caen de una vasija de barro, hablándola a una hora que tienes en la mano y señalando un posible bichito minúsculo con el dedo y siento que mana al fin la calma, cara de conejo, dientes de conejo, nariz de enchufe. Tu primer sobrenombre fue el de Abrojito, por la graciosa posición que adoptabas al tenerte yo contra mi cuello y quedar tú colgado sin sostenerte siquiera, sin moverte. Una amiga de mi madre, la ver tu posición acurrucado en mi hombro, exclamó: _ ¡Qué gracioso! Si parece un abrojito. Y así te llamé durante el primer año de vida, bastante complicado por cierto. A los ocho días te toqué por vez primera, ya no detrás del vidrio de una incubador sino contra mi mejilla y mi pecho. A los tres meses te operaban de una hernia y a los cinco te morías de una neumonía y desde allí en más viví una pesadilla atroz, entre tus bronquitis espasmódicas, tu poco madura laringe, tu posible quiste que no lograban detectar, tus no sé cuántas potenciales enfermedades que no traían sosiego a mi alma. Fue a ver una vidente que pronosticó tu cura repentina a los dos años. Y así fue, allí te transformaste en un ser encantador, pajarito mío, todo dulce, todo hecho de sol. Te sentaba blanco inmaculado en el pasto del jardín de Adrogué y te quedabas quieto como un jarrón en exposición. Fuiste manso y tierno por naturaleza hasta que te creció la nariz de enchufe e hiciste un corto circuito con tu anterior personalidad, pues a los dos años y medio te nació la independencia como a otros le crecen los dientes. Mi niño creció; ahora tiene tres años; dorado, retozón al igual que un barrilete, lo llamo mi Botticelli, mi príncipe azul. Eres el último vástago que me regalé yo misma y cuanto quiero y quise lo logré a través tuyo. En ti mueren mis ansias de madre; por ti aprendí a entregarme más allá de toda posibilidad de dar; surgieron lágrimas de sangre de mis pupilas ardientes, al estar tú tan grave y se me secó el corazón. … Es para ti, Abrojito mío, este cuento que me brotó cual manantial.

         EL ORDEN


 A veces, de pura pena no más, de lástima, quisiera abrazarme y encerrarme en mis brazos para no ver más el hollín y el desorden que me rodea. Y me propongo con firmeza no volver a empezar, dejar que mi casa tome poquito a poco esa patina de vida que le da unas paredes manchadas de dedos y unos muebles brillante por el manoseo de nuestros hijos. Y no puedo; siento algo más fuerte que me impulsa a limpiar con frenesí lo que sé absolutamente que volverá a estar igual veinticuatro horas después. Miro con deleite los hogares de mis amigas, criticándolas en mi interior, comparándolo con el mío y al llegar siento que un vaho de polvo me impide respirar. Es como si no pudiera estarme quieta y donde van mis niños ensuciando, voy detrás como una tortuga, limpiando y ordenando sin cesar hasta el más mínimo papelito recortado o hilacha esparcida por doquier. 
La gente no comprende mi excesiva manía del orden. Hablan del encanto de una casa con niños que dan vida y color. Yo deseo un orden estático en las cosas. Sé positivamente que si viviera sola jamás desordenaría con tal de no tener que arreglar nuevamente. Pero el orden de no desordenar nada a fin de mantener siempre el orden es un defecto que me está impidiendo vivir con plenitud. 
Gozo al tener una mucama limpiando a fondo todos los días los placares, estantes, paredes, azulejos y cajones. Suelo poner todo a limpiar por las dudas si está sucio. Después contemplo la casa y mi vista se extasía frente a esta fotografía inmaculada de mi hogar recién encerado. Y no lo quiero pisar ni deseo que arrastren juguetes y me molesta poner la mesa y comer en platos recién limpios y guardados. Cuando traigo sándwiches y ese día le hacemos la pera a la cocina, comiendo sobre el papel blanco de la confitería, me solazo mirando al bies mi piso brillante, que no ensuciaremos ni siquiera con las migas del pan. 
Una mucama fija no es suficiente, necesitaría dos para la limpieza profunda, por horas, para que rinda más y la fija para el simple repaso. Así, mirándolas de continuo y haciéndome la que escribo o leo cosas importantes, las observaría furtivamente criticándoles los zócalos, los rinconcitos sin dejas escapar el más mínimo detalle de esta limpieza que tan a lo bobo, me consume con lentitud. A veces, de pura tristeza, me encerraría en mis brazos para no sentir lo inútil de mi orden continuamente ordenado, de mis existencia tan vacua, tan encerada.

        LA VICTORIA

No creas que no te quiera, Cristián; te quiero en serio, pero resulta que la gata trae desorden a la casa, ensucia un rincón que deseo inmaculadamente limpio y perfectamente ordenado. Además, tú sabes que intenta sumergirse en los dobladillos de las cortinas  y debo espantarla para que no se suba a los sillones blancos y azules de nuestro living pequeño. También hay un olor nuevo en la casa que me desagrada, un olor rancio a hígado, que se mezcla con el polvillo del aserrín que cambiamos a diario: Daphne no soluciona los problemas del hogar; por el contrario, desmejora la organización y me causa preocupaciones.
En mi vida no existe lugar para más problemas. ¡Quiero algo, un resto de tranquilidad! Tengo derecho - ¿no es cierto? - Soy tu madre y estoy sola, separada de tu padre desde hace once largos años. Llevo la casa sobre mis frágiles y temerosos hombros y no me alcanza el dinero para comprar zapatillas ni camisas nuevas.
Por favor, Cristián, ayúdame, compréndeme al menos; entiende de una vez por todas que no estoy en contra de la gata sino a favor de mi orden, eso es todo. ¡No es tan difícil de asimilar!
Mi vida no es fácil; te tengo a ti y a tus dos hermanos y debo resolver una cantidad de aburridos dilemas como pagar la luz y quitar plata de donde no alcanza, a fin de pagar ahora el Impuesto Municipal y luego comprar los huevos de Pascua que finalmente este año quiero comprarles. ¡Hace tanto que sueño con una Pascua llena de cintas de colores y mucho chocolate! Quiero recibirlo a Dios como se merece, pero aquí lo recibimos miserablemente, con agrias sonrisas y miradas ajenas, no porque no lo amamos sino porque el dinero no alcanza: ¿Cristián, me oyes? - no alcanza para celebrarlo a mi antojo.
Por favor, te pido que no te ofendas; eres mi hijo mayor, el más atento a mi desgaste físico y a mi horror a la soledad; si quito la gata, si me llevo a Daphne y la escondo en un bolso y la regalo, la casa retomará su aire limpio y pulcro que la caracteriza, es sólo eso, devolverle su higiene, quitarle el desorden y fregarla a mi gusto. Si tú quisieras... si tú te lo propusieras, podrías entenderme, aunque claro, claro... me estoy olvidando de la ternura que estás empezando a demostrar a través de ella, esa ternura que te hace más abierto y por ende más noble también. Los cuidados de tu gata te vuelven responsable con el prójimo, aunque sea este animalito que me saca de las casillas. Es alentador verte prodigar caricias y sonrisas; es meramente positivo encontrar tus ojos glaucos, -antes duros e iracundos - disolverse en gestos y caricias. Daphne te licua el malhumor: te levantas distinto, la buscas con ademanes paternales, dejas las sábanas y remueves parsimoniosamente descalzo en busca de su alimento que cortas con cuidado, llena tu alma de generosidad. Y luego abres la heladera y buscas la leche más cara -la de cartón blanco con vitaminas- y llenas su bol de plástico naranja y contento al fin la observas comer y beber.
Sí, es cierto que eres diferente desde que ella está aquí; siempre te haces de un momento para acariciar su lomo; te levantas incluso más temprano para prodigarlo esos minutos de amor con sabor a cariño.
No puedo decir que Daphne no me moleste; por el contrario me sobra en esta casa, me pone nerviosa, más nerviosa que de costumbre, pero Santiago tu hermano, bien dijo que habría que buscar qué no me pone nerviosa, qué no me molesta y quizá tiene razón, Christi, todo me molesta, porque el desorden viene de mi interior; es un desorden de adultos que tú no comprendes; es un desorden en mis cuentas, porque nada alcanza, nada sobra y siempre debo pagar con lo que no tengo y quitar de un pozo vacío, pero si pongo algo de mi generosidad dormida, si de nuevo dejo abierto el corazón, quizá podamos hacerle un rinconcito a esta gatita que tanto me estorba, porque en realidad, hijo mío, me estás enseñando una lección de amor que había olvidado en este trajinar entre libros, escritos y preocupaciones diarias. Me estás señalando una lección: la de brindar sin esperar y someterse a un distinto orden en la vida, con tal de que nuestros sentimientos sigan aflorando y creciendo para ser seres más logrados.
De cualquier manera, aunque Daphne me siga molestando y reine el desorden en mi balcón y tire las plantas  y escarbe la tierra y luego suba a los sillones del living y me tenga siempre en el filo de una posible caída, aunque ensucie un rincón en la cocina y el aserrín vuele con donaire y un olor nuevo a desinfectante se asome por nuestras ventanas abiertas o cerradas, de acuerdo al lugar donde se encuentra ella y el olor rancio a hígado me indigne el alma, me persiga el olfato... a pesar de que desmejore la organización del hogar y me cause algunos sinsabores: Daphne puede seguir siendo nuestra huésped habitual.

         URIBURU

La casa de mi abuelos era lujosa, pero yo la veía de un lujo asiático, mucho mayor. Mi recuerdo es el de una niña de once años, enamorada del verde y del sol. En Uriburu reinaba la oscuridad, aunque afuera hubiera sol; Los muebles, el comedor trágico cuya mesa gigantesca y sus sillas se codeaban con la vitrina repleta de copas; copas color bermejo – para el vino tinto- y verde –para el vino blanco- y dos docenas de copas de un blanco radiante, para el agua cristalina de ese entonces. Todas ellas, apiladas en orden, siempre en el mismo lugar. Pegado a ese comedor en tinieblas por los pesados cortinados que nunca se abrían, había un diminuto jardín de invierno, un lugarcito mágico para mí. En dos metros y medio por uno de ancho cohabitaban las plantas más raudales por unas ventanas con vidrios de diferentes colores, formando una guirnalda y dibujos en el centro. En este sitio reinaba el sol, aunque no podíamos jugar ni movernos. No me atrevía más que a mirarlo con deleite. En verdad, nos retaban de sólo mirarlo, tal era el cariño que mi abuelo le tenía, pues, a pesar de ser una esquina de tres pisos, el sol se centraba en este lugar. El resto era tenebroso, con ciertos destellos de luz al entreabrir los pesados cortinados. Sin embargo, no debía ser un lugar triste, pues estaba saturado de instrumentos musicales: dos pianos de cola, un violoncello, un arpa y un armonio armonizaban dentro de la sala de música, el lujoso y sí soleado salón y el escritorio en planta baja de mi abuelo, recinto de paz y de misterio. No recuerdo alegría, ni color, ni chispa de ingenio en ninguno de sus innumerables escondites. Había salas, salones y saloncitos, cuartos, cuartos de roperos y cuartitos, todo por triplicado y de considerables proporciones. Nosotras corríamos con nuestras medias y nuestros zapatos blancos, patinando por los corredores, a pesar de los chistidos de Fina, la antigua gobernanta de mi padre, mis tíos y mi madrina. Nada podía disminuir nuestra alegría de vivir con intensidad, ni esa vejez que se olía por doquier, ni ese olor a moho rancio, a perfume francés, volcado ex –profeso. Yo tenía once años, repito y en mis reminiscencias sólo entreveo el reflejo de luz de mis zapatos inmaculados, de mis rodillas aterciopeladas, recién enjabonadas por manos expertas. Junto con mi hermano nos escondíamos con nuestra risa fresca, recién fabricada. Otro gran asombro era sus baños con pisos de mosaicos negros y blancos, como tablero de ajedrez. Jugábamos a la rayuela en esas baldosas relucientes, hasta que me encontraban y nos obligaban a lavarnos las manos y a peinarnos. Y recuerdo su cadena arcaica con su eslabón de porcelana en la punta. Sus bañaderas eran de un blanco esplendoroso, no porque las enjabonaban bien a fondo, sino meramente por ser de buena calidad. Otro gran secreto era el sube platos: ¡qué maravilla, qué pozo misterioso para una chiquilla, qué hondo lugar para llegar hasta el infierno, cuando nos asomábamos por su hueco! Y subía y bajaba con ruido a cadenas y muerte, como un espectro dolorido a punto de expirar. De allí en más no la recuerdo; murió en mi memoria, pese a haber seguido en pie muchos años más. Cuando mis padres se divorciaron ese año, mi padre regresó a Uriburu y yo la borré totalmente de mi vida. Destruí su imagen a propósito; sin embargo, al llegarme ahora todos los martes con mi niño de la mano y pasar frente a la puerta de lo que fue Uriburu en otra época, oigo aún los pasos de mis zapatos relucientes y la risa argentina de una niña que – en su demolición- sucumbió.

        HANS

Lo conocí a Hans en casa de mi hijo. Era un animalito pequeño, endeble, casi raquítico, con los ojos celestes, de mirada diáfana y limpia, la mirada de los santos y de los inocentes. Uno quedaba prendado de sus pupilas, porque, en oposición a ciertos felinos de su estirpe, no existía maldad ni agresividad, sólo pureza e ingenuidad. Me cuestioné sobre la conducta de Santiago hacia ese indefenso Intruso, que había invadido su nuevo hogar. Sentí temor por su habitual impaciencia, por su orden recién estrenado y desordenado en el presente, con los maullidos de este hambriento rezongón insatisfecho, que nos tenía siempre al borde de una posible caída. Me equivoqué. No sólo mostró una paciencia infinita hacia él y sus travesuras sino que se tornó paternal. Todos sus caprichos eran absueltos con una sonrisa en los labios. Me asombré al demostrar mi hijo una nueva faceta de su personalidad y me enternecí pensando en los potenciales nietos, que de tal modo domarían sus desplantes, su fuerte carácter de adolescente, habituado a valerse por sí mismo. Santi cambiaba. Hans crecía. Se había transformado en una bolita retozona y juguetona que todos mimaban. Se escondía zigzagueando entre nuestras piernas, inquietándonos con sus repentinas desapariciones. Luego de sus comidas solía enroscarse sibaríticamente, haciendo la digestión diaria en un cajón lleno de cables y de enchufes sin usar. El tiempo pasaba. Hans crecía. Santiago me lo contó el domingo. Lo buscó por los estacionamientos cercanos, preguntando a sus vecinos. Fue en vano. Nadie lo había visto. Por la madrugada, retornando de una reunión, lo encontró en su habitual rinconcito y de gozo lo tiró al aire para recibirlo en sus brazos. Desde ese instante todos vivían a la espera de sus movimientos, observando la puerta de reojo, para prohibir el menor intento de fuga, aunque Santi sostenía que no se iría. Lo afirmaba con convicción, como todo en la vida. Yo tuve un escalofrío. Recordaba con aprehensión otras frases afirmativas, que con el tiempo se habían vuelto negativas. El Sino no cabe en la imagen de mi hijo: sus convicciones son las de un adolescente, que cree que maneja el destino a su antojo, sin saber que Otro mueve los hilos desde arriba, en ocasiones en contra de nuestros más caros deseos. Fue en Nochebuena. Santi se había ido a Adrogué para pasar las fiestas, junto a su padre y su familia paterna. Yo presentí una desgracia, pero se mantenía oculta a mi raciocinio. Estuve enferma esa Noche, el domingo y el lunes, débil aún, entré a la casa de mi hijo, en busca de Hans. Le había llevado comida ex profeso para él. Pregunté. Los ojos fijos de mi hijo me miraron. Tardó en responder. Sabía de su herida abierta, pero temía aún más mi reacción. Fue parco y sintético. A Hans lo había pisado un automóvil en pleno natalicio de Cristo niño. Sentí un dolor profundo, agudo: era el dolor de mi hijo que traspasaba mi cuerpo. Evitamos hablar. No hice preguntas; no necesité hacerlas; supe todo lo que significaba su silencio. Comprendí el cambio de su expresión, las pupilas agrandadas por el esfuerzo de no llorar, su soledad infinita. Y callamos, pasando a otros temas, aunque Hans seguía entre nosotros, entre las cifras y los picos de los diagramas semanales, que me mostraba para restablecer el diálogo y esconder la pena. Comprendí sin conceptos el origen de su angustia. Santi vive solo: tiene veinte años. Recién se inicia en los pasos por la vida monótona y tediosa, que él convierte en una aventura. Hans era muy importante en su vida. Compartía las madrugadas solitarias, antes de que despertaran las máquinas de lavar, a fin de retomar su ritmo habitual; compartía su desayuno, sus bostezos, luego de una reunión en casa de amigos; era quien lo hacía sonreír un domingo, al alba, con sus maullidos hambrientos y sus piruetas de payaso. Navidad. ¿Por qué en Nochebuena? ¿Por qué, con mi hijo, el destino se empeñaba ese año en mostrarse tan injustamente cruel? Encontró una nota donde le advertían que lo habían atropellado en la calle, quedando mustio y sin vida, cuando hace dos siglos una estrella iluminaba un pesebre en Belén.

                    CUENTOS SINIESTROS
           
        LA ESPERA

Habían sostenido una feroz discusión en esa fiesta de Fin de Año. Padre e hijo se tiraron en cara todo el rencor que los minó, durante ese período vital de su existencia. El hijo acusaba al padre de frialdad, desapego, egoísmo y avaricia. El padre se defendía diciendo que lo habían dejado abandonado en vez de cuidarlo con cariño durante sus últimos años. Este asumía una actitud patriarcal: el hijo era liberal. Tenían aproximadamente noventa y sesenta y tres años. Se habían odiado las tres cuartas partes de su vida sin habérselo confesado jamás, hasta esa noche de fiesta, donde el alcohol hizo el resto. Prometieron no volver a cruz una palabra. Fue un pacto de honor. Pero vivían en la misma casa, en pisos diferentes. Tomaron pues el ascensor principal que se atascó en el entrepiso. Se prendieron de la alarma, aunque estaban seguros de no hallar al portero, ya que lo vieron partir con toda su familia y le habían deseada felices vacaciones con educada sonrisa. Gritaron, pero sabían sus gritos vacuos; los departamentos vecinos estaban cerrados. La gente pudiente no pasa jamás un primero de año en la capital, por ser considerado de pésimo gusto y señalar un estrato social en decadencia. El padre observó a su hijo con frialdad y…temor. Comprendió que era una lenta marcha –unidos- hacia una muerte atroz. Las vacaciones son siempre demasiado largas para los que se quedan en la ciudad árida y desierta. No importa –dijo el padre lacónicamente-. Hablaremos. El hijo no respondió. Sus preocupaciones eran otras: ¿Quién de los dos abdicaría y se masticaría al otro? Su juventud, imaginaria pero real en la situación actual, lo dejó muy tranquilo. Se sentó en el suelo, en ese minúsculo lugar que le otorgaba el destino, fija la mirada en su padre y se dispuso a esperar.

Era una viejecita tonta y fría. Recuerdo el ruido de la hamaca al moverse, crujiendo con un cric-crac insoportable.
Yo la espiaba siempre a la misma hora. Cuando suena el Ángelus en la capilla y el sacristán sale en busca de pan para el Convento, ella comenzaba su cric-crac con movimiento agudo de huesos rotos. Y hablaba y hablaba sin ton ni son, con gran fluidez mental para sus años.
Yo la espiaba de soslayo, sin entrar en su pieza, desde el zaguán de la escalera, con la puerta cerrada, tratando de reconocer el personaje silencioso que tarde a tarde se sentaba a escucharla pausadamente.
¡Cómo renacía entonces la viejecita! Se convertía en un ser alado y dulce; de flaca y huesuda, alta y escalofriantemente opaca, se transformaba en una luz de bengala o en acordes en mi bemol. ¡Qué monólogo más bello desgranaba para el personaje desconocido e inquietante!
Se lo conté a mamá, a quien le pedí permiso para espiarla, pero me lo negó. Yo accedí, pues a pesar de intentar persuadirla, creía como mi madre que eso podría provocarle un ataque a su edad.
No era que me importara, no; su muerte sería el cesar de ruidos inoportunos a toda hora del día y de la noche. Porque demás está decir que se levantaba, cuando todos dormían, tirando la cadena del baño a horas imprevistas; a la hora de la siesta ella decretaba tomar el té y a la hora del baño, su comida. Alta, muda, fijaba sus cuencas en el vacío, sin balbucear ni una palabra y con el bastón venía anunciando su llegada desde veinte metros atrás, con ese tic-toc a madera y metal.
No la quería. Cuando la sabía cerca, disparaba como un rayo, porque sí, y el ruido engomado de su pierna ficticia me repelía cual un insecto.
Mamá era un poco más bondadosa que yo. Apenas le preguntaba al despertar cómo se sentía y ya se alejaba de su lado sin ningún miramiento-
Era una viejecita crujiente y dolorosa que se nos adhería pegajosamente a la piel.
A veces deseaba expresarse y en vez de comenzar hablando como todo el mundo, sacaba un tentáculo de abajo de su chal negro y nos agarraba por turno, exhalando de su boca un nauseabundo olor a vejez y algunos ronroneos que nunca terminaban en una frase. Al agredirla para que nos soltara, desaparecía el tentáculo bajo su chal negro y continuaba en silencio su soledad.
Dos veces la vi sonreír: una, cuando murió el gato, y otra, cuando me caí en una tina de lejía y mamá me pegó. Al pasar a su lado vi la boca hueca y negra y el rictus de alguien que invoca a la risa. Así durante el día entero, salvo esas dos horas de coloquio jovial, encerrada en su cuarto, cuando reía y contaba cuentos de su niñez. Los recuerdos eran reales y salían redondos y sin fisuras, como reguero de pólvora, como le sale al naranjo su flor.
Un día desobedecí el mandato de mi madre. Lo planee antes una semana entera. Aceité su puerta para que no chirriara al moverla; ajusté los tornillos del picaporte para poder torcerlo con facilidad y puse aserrín en el pasillo a último momento.
Todo al igual que siempre. Subió media hora antes del coloquio y detrás de ella, echando nuevamente aserrín, subí yo para espiarla. Vivía en una pieza del altillo, no muy alta y más bien alejada de nosotros. Era pobre y estaba mal iluminada, salvo la ventana que, a esa hora, reflejaba su luz bermeja por entre los bastidores. No pudo cerrar la puerta, pero en su afán de apuro no se inmutó. Jadeando, llegó al cajón de la mesa de luz y hurgando a los costados sacó una llave. Abrió con ella el viejo ropera y de adentro de un estante sacó con dificultad una cajita color borravino, empezando a cantar: "¿Melinda, Melinda, estás allí?"
Insertó un tentáculo en la caja y con ruido a huesos buscó algo que colocó sobre el vidrio, en ese instante rojizo por el reflejo del sol. Después prendió una vela y se sentó en la hamaca que comenzó a crujir con su típico ruido.

Fluyó la charla de siempre, ligera, vivaz y tierna con su oyente silenciosa: una mosca a la que le había quitado las alas, para que en su afán de vuelo no pudiera abandonarla a la hora acostumbrada.

NATALIO RUIZ

Chiquitito, insulso, escritor de insignificantes poemas, íntegramente mediocre, desde la punta de sus zapatos de goma hasta su sombrerito de dudosa hechura.
Todos los días durante años, pasó por la plaza frente al balcón de su amada, con los mismos zapatos de suela engomada y el chambergo de medio luto.
El mismo camino, la misma plaza y los mismos árboles lo conocían de memoria. Su puntualidad era famosa. Caminaba a saltitos, como tero cansado, con pasos breves y menudos y su figura atontada.
Saludaba correctamente, tocándose el ala del sombrero –si era una persona de rango inferior- o quitándoselo con una reverencia absurda –si su condición lo igualaba o era mejor que la suya-.
Jamás una mala palabra, un dejo de malhumor, un suspiro fuera de lugar. El “que dirán” le cortaba las alas a su imaginación dormida; el “que dirán” le obligaba a claudicar en todo. Mediocre para hablar, razonar y pensar, el límite de las trabas sociales era su fuerte, indudablemente; no podía superarlas, reflexionando sobre su estupidez. Aceptaba todo lo que se decía; la Doxa era su guía; ni siquiera levantaba la cabeza de la almohada, si su médico así lo ordenaba:
-Lo prohibido, prohibido está-, decía sin soltura.
Natalio Ruiz ocupa el lugar que se merece, acorde a su alcurnia, en una bóveda rasgada de tercera categoría, en la aristocracia y selecta Recolecta.
Murió como correspondía; sentado en su banco, en la plaza que lo vio pasar indefectiblemente a la misma hora, observando a hurtadillas el balcón amado, un gigantesco fruto osó caer sobre su ilustre pelada brillante de tantas cepilladas y le acható el cráneo, incrustándose cómodamente en el hueco que le provocó su caída. Natalio se achicó, se arrugó y se murió.
Horas después, ciertos chicuelos que peloteaban distraídos, lo vieron, exhalaron un aullido feroz y se fueron. Un policía que pasó lo encontró por pura casualidad y entonces se resolvió su entierro con varias horas de retraso. Llegó la ambulancia y se lo llevaron.
En el célebre balcón se asomó un gato y maulló

¿Y?


Está bien. Ya lo sé. Tuve un quiste, tengo ahora un tumor, me hicieron la biopsia, dio maligno, me lo extirparán: temen las ramificaciones.
 ¿Y?
Creen que tengo para dos meses, a lo sumo. El tumor está adherido a los pulmones. Aparte de sentir un ligero cosquilleo, cuando toso -que últimamente es bien seguido- y un sordo dolor en la columna, nada me impide seguir viviendo.
No quiero esta operación; no deseo morir de a trozos, como una res colgada en una carnicería. Deseo irme limpia y entera al más allá, sin olor a sangre, sin estremecimiento ni estertores durante un poco más de tiempo y nada más. Al final de esa loca carrera, siempre estaré yo y la muerte acechando. No quiero correr;
sólo sentarme y esperar.
¿Y?
Tengo sesenta días por delante, si no me opero. Después, el deceso será rápido y doloroso. Moriré ligero, pues los síntomas son el ahogo y la falta de aire. Parecido a un parto, jadearé como una locomotora y en vez de un hijo me nacerá la muerte.
Saldré yo, alma y luz a vagar el Infinito. Nubes, copos de espuma, aire límpido y sin hollín me remontarán en giros y remolinos. Y lloraré en cascadas de lluvia y reiré en un rayo filtrado a años luz de mi soledad.
Tengo dos meses, sesenta días, ocho semanas para mirar la tierra y ya estoy buscando la muerte antes del tiempo indicado.
Aquí, tendré pacientemente que esperar el día. Y mientras tanto, me distraeré fijando un pétalo azul a mi rosa preferida o escuchando el sonido quejumbroso de un guijarro que tiraré en la laguna. Iré al Convento y cantaré el Ángelus con las monjas;
de repente, -como cuando era niña- me meteré en el torno y giraré como un tiovivo multicolor.
Ya pasada la medianoche, contaré las estrellas de la Vía Láctea y le guiñaré un ojo a la más lejana. Lloraré para cristalizar mis lágrimas en pulseras de cristal. Cantaré, para encerrar mi canto en el hueco de mi mano. Sonreiré, para hacerme anillos de luces y colores.
Por las tarde, tocaré en el piano una Sonata de Mozart o un concierto de Beethoven.
¿Y?
Después, el resto del tiempo que me quede, leeré y le hablaré a la luna de su cráter escondido, ése que los astronautas no alcanzaron a perforar con utensilios terrestres.
Me faltan ya menos días. No me operé, pues así lo decidí a último momento.
_Es una locura; todavía queda una esperanza, Señora, que no estén completamente tomados los dos pulmones ni los otros órganos vitales: decídase, Señora, por favor.
_Me voy, pero entera, Doctor.
El mar me acuna a la siesta. Siento su espuma rociar mis cabellos
humedeciéndolos de besos y caricias tenues. El sol no calienta; entibia solamente. A lo lejos, una gaviota grita enojada, pues se le soltó el pez del pico. Y yo me río y el pez ríe conmigo. La tierra todavía me concede un último favor: una puesta de sol todas las tardes y el arco iris, después de la tormenta.
Cuando estoy un poco menos agitada, en silla de ruedas me llevan hasta el muelle y desde allí observo el horizonte obstinadamente. Un rayo de luz juega con mi nariz y la tuerce a voluntad, creando juegos de luces y sombras. Ya no sé
respirar normalmente se me enturbia la vista cuando jadeo. Puede que hoy sea la última tarde, la última hora de mi paso por la tierra.
        ¿Y?

EL SINO

Una mujer madura, de rostro bello, está sentada en medio de sus bultos durante horas enteras. Son toda su pertenencia. En mis paseos diurnos me detengo a mirarla. No es una mujer sumida en pesadillas que retorna cada día a su miseria. A veces canturrea una melodía de su antigua patria, Polonia, tal vez.
¿Dónde -me pregunto- encuentra la hospitalidad de un buen sueño? Por las noches intento no pasar por allí para no saber si está: me derrumbaría. Tengo la impresión de que ha sido violentamente arrojada de su sitio natal por la guerra e impuesta aquí, en la Argentina, como un jarrón sin uso. A veces está adormecida. Respira. La vida se transmite por sus huesos, en medio del absurdo orden de sus bultos. Su cráneo es pequeño, como el de las mujeres del Báltico aprisionado su frágil cuerpo en harapos. Cuando llueve, envuelta en un inmenso nylon, se asemeja a un puñado de arcilla,
El dilema no está en la miseria, en la suciedad o fealdad del espectáculo.
Esa mujer conoció otro sino. Alguien, de joven, le sonrió, le trajo flores, quizá tuvo el gozo de un hijo entre sus brazos o -coqueta y segura de su encanto- se complació en atormentar a los hombres.
Hoy es un ser gastado y feliz -pese a todo- , que canta una deliciosa melodía en medio de mi angustia, no la suya.
¿El misterio reside en el por qué se convirtió en este montón de arcilla? ¿Qué pasado la marcó, como una máquina de forjar, para que esta bella pasta humana se haya herrumbrado?
Tiene un rostro adorable. Me la imagino de niña. De una pareja nació esta fruta dorada. De nobles extranjeros ha nacido esta gracia y encanto. Tiene el rostro de un Mozart-niño asesinado. Protegida, cultivada: ¿qué hubiera llegado a ser? Cuando en los jardines nace por mutación una rosa nueva y extraña, todos los jardineros se vuelcan hacia ella y la cuidan, la cultivan, la favorecen.
Para esta mujer no hubo un jardinero complaciente; fue marcada por la máquina devoradora de la vida y desde su nacimiento fue condenada.
Esta mujercita no sufre por su suerte, pero atormenta mi angustia. Me enloquezco y me conmuevo, como una llaga perpetuamente abierta
Quizá ella, que la arrastra y la lleva a cuestas, no la siente. No parece herida ni lastimada como individuo sino como la especie humana, la sociedad en sí.
Creo en la piedad. Me lastima el jardinero que no supo encontrarla. Ella se ha instalado en la locura tan fácilmente como otros en la pereza. Me entristece esa mujer madura, en medio de sus bultos, esa carita de rasgos finos y ojos rientes, con modales áureos.
El sentido de su vida, el sabor de su existencia le ha sido modificado, aunque tal vez, en el agudo rincón de sus recuerdos, como la sigla de una nota discordante, quede vivo aún su Mozart-niño respirando. Me duele, ella, ese ser, en todo el cuerpo.

EL ANACORETA

Desde pequeñito la madre siempre le había hablado de Jesucristo. Pegado a una cruz, el hijo de Dios no decía un ápice en su martirio. Murió en ella, ensimismado en la idea de salvar a los hombres de sus culpas. Se aferró con su cuerpo ensangrentado al madero y en medio de sus llagas y de su sed exhaló un profundo alarido y entregó la vida.
Había roto la muñeca de su hermanita. ¿Sin querer? ¿Queriendo? Siete años es una rara edad para llenarse de culpas. Lloró su hermana; lloró él; no le dolió ver la cabeza de porcelana acurrucada en un rincón. Le lastimaron las lágrimas fraternas por el juguete fragmentado. -había dicho su madre. ¡Jamás lograrás ser un santo ni un místico!  ¡Jamás podrás contemplar la faz de Dios de frente!
Francisco lloró. Quería ser santo, tratarse con rigor, alejarse de las tentaciones, vencer el sol, el viento, la lluvia. La muñeca yacía arrumbada. Pies y manos se hamacaban al compás de los estertores de su pena, sin cabeza, degollada por sus frágiles manos.

Lo llamaron ateo, extranjero a la creación, destructor de almas y cuerpos. Lo obligaron a hacer penitencia y a contemplar el cielo hasta sentir el perdón de Dios. Debía fabricarse sacrificios nuevos por su comportamiento inusual. Creía haber pagado, pero lo obligaron a continuar, a seguir castigándose por el prójimo. Entonces quiso aproximarse aún más a su Dios, despegarse de la tierra y refugiarse en El, principio y todo del universo. Intentó separarse del suelo. Se subió a una escalera, pero tuvo miedo en el último escalón y bajó dolorido. Se subió a la cama; era muy bajita y no sería para su propósito. Siguió en su empeño: estaba empecinado en pagar su culpa y así lo hizo. Se subió entonces a su juguete de madera. Empezó a hamacarse despaciosamente, sin contestar las preguntas que le formulaba su madre. Callaba. No era un silencio odioso, pleno de rencor. Era un hábito sin ostentación. Quería ser santo, despegarse de todo para llegar al Todo, a la unión simple con Dios. Ese era su deseo, su vocación principal, la única por la cual había venido al mundo. Francisco y sus escasos siete años de edad firmaron un pacto con Dios: ser uno, para siempre. No por un día o un mes: para siempre. No hablaba, no respondía preguntas, -Cada cual en lo suyo- pensaba, cerrado hacia el universo. Se hamacaba como para mantenerse dinámicamente vivo. Comía lo imprescindible: pan y agua, a veces, para igualar su dolor al de la faz divina, pedía una esponja empapada en vinagre. Su madre, desesperada ante tal ascesis, consultó médicos y oráculos inciertos. La instaron a que esperara.

-Locuras de niños- le dijeron. -Son los difíciles siete años. La libertad que bulle con toda su energía. Su vocación religiosa ha trastornado su infantil cerebro; clama por Dios en forma errónea.
-Ve con Dios- le decían al marcharse, sonriéndole los visitantes. Le acariciaban sus rulos y sus pálidas mejillas transparentes. -Allí me encuentro- pensaba el niño y continuaba en silencio su soledad, hamacándose lentamente.
Veinte días pasaron; la tortura continuaba; perdía fuerzas; la vida se le escapaba por entre los poros y se opacaba su cabello, antes sedoso y brillante. El resto de su osamenta estaba ajada, marchita. Se aferraba con todo su cuerpecito al juguete. Era imposible convencerlo o desalojarlo: formaba parte del todo. -Es mi ruta- reflexionaba este pródigo anacoreta infantil. Piensa en Dios; no implora su perdón, no se disculpa ni se humilla. Piensa en El, sin queja, sin ruego alguno. Sabe su fin próximo. No existe rincón de su cuerpo que no esté llagado de tanto apegarse al juguete, por miedo a abdicar. La vida lo está tragando; sobrevive. Sueña o piensa en un futuro más calmo; eso lo alivia. Las voces humanas lo distraen de su coloquio personal. Cuando está en silencio, sólo falta su voz. En el ruido de las otras voces humanas, pierde la voz y la idea. Y ya no es él: son los otros.

Se espera la llegada del padre, figura arbitraria y parco en ademanes. La madre ansía esta venida y a la vez le teme: conoce su ferocidad. Excitado por la desobediencia ajena se convierte en un ser temible. El niño espera también. No lo sabe, pero espera su fin sin aprehensión. El de arriba mueve los hilos; basta esperar pacientemente. El padre supo del capricho filial en su gira por el extranjero, pero le fue imposible apurar su llegada; estaba demasiado lejos. Al caer la tarde, al mes de su voto con Dios, llegó el progenitor y entró en el dormitorio infantil. Gimiendo, con un hilo de voz dolorida y opaca, el niño rogó que lo dispensara de la reverencia habitual. El padre no habló; lo miró atónito. Francisco era una llaga viva aferrada al madero. Se oyó el silbido del crepitar de un látigo. Una masa sanguinolenta se desprendió del juguete y fue a dar a los pies del padre. Este lo apartó con el pie derecho. La madre lanzó un quejido ahogado. El padre la miró y dando un portazo se alejó rápidamente. La masa sanguinolenta no se movió; era un charco de sangre humana que, sonriendo, iba al encuentro de su Dios.

MI PERRO FIFÍ

Busco un perro que perdí en la calle, mientras compraba un solo kilo de tomates. Mi perro se llama Fifí y vive, siento que vive, porque si muere yo no serviría de nada a nadie. Sólo él me necesita (¡y yo sé cuánto!) ¿Quién le dará las pastillas para su reuma, las gotas para su corazón cansado? ¿Quién lo llevará a pasear en un cochecito de bebé, porque de tan viejo no puede caminar? ¿Quién se levantará de noche para llevarlo a su rinconcito? Fifí me necesita. Fifí vive. Entró en mi casa hace quince años. Yo tenía entonces treinta y cinco años y me conservaba buena boza aún. Mis tres hijos iban y venían por mi casa como cachorros junto a su perra. Siempre tuve la heladera bien surtida y una cama de más por si venía algún amigo. Luis, el mayor, fue siempre serio. Prometía ser médico y fue médico, hasta que un día sintió un ligero temblor en una pierna, después un cosquilleo en la mano con la cual cerraba los puntos de la herida y cayó fulminado. Para mí fue un gran choque. Mi hijo Luis, una de las tres piedras angulares de mi catedral, se desvanecía, cayendo al suelo y haciendo trastabillar la armonía de las otras arcadas que dependían en cierta medida de él. Luis fue mi hijo médico y murió en cumplimiento de su profesión, como caen los soldados en la guerra. Al morir tenía todavía las manos ensangrentadas, olor a tintura metiolate y un hilo de… ¿cómo lo llaman… tripa de gato, cola de caballo?, colgaba entre su pulgar y su índice. Yo lo guardé y anoté en un sobre:” tripa con la que cosen las heridas.” Luis se fue. Ana se metió de monja. Me dijo que estaba harta de esta vida vacía, donde nadie se respetaba y cada cual trataba siempre de buscar la parte útil y provechosa de su semejante, sin tomar en cuenta al individuo y su valor. Me explicó claramente la diferencia fundamente entre lo útil y el valor. “Algo es útil en vista de un valor –dijo-. El valor se impone de por sí. Si no se impone, no es valor. Lo útil, en cambio, es útil para algo o para alguien. Es sólo relativo en relación a otra cosa. El valor es presencia. La utilidad nos sumerge en el tiempo; no puede haber vida interior en una relación con otro individuo, donde únicamente cuenta lo que ese individuo nos puede aportar. Tienen que existir los valores. En la utilidad lo único realmente importante es el yo. Yo y la utilidad de mi yo. Lo útil es pues egocéntrico. El yo, como único valor trae el empobrecimiento del valor”. No crean que entendí mucho de todo este discurso. Sólo quería hacerle justicia a Ana, transcribiendo lo que me dijo ella, aquella tarde gris de otoño, cuando resolvió meterse de monja. Lo guardo en mi corazón así como guardé en un sobre la tripa con la que cosen las heridas. Ana era suave y sus ideas brillantes. Hubiese podido licenciarse en Letras o en Psicología o simplemente ser una escritora. Prefirió hundirse en el anonimato de una sotana negra. Ignacio nació mucho después; era mimado por sus hermanos y por mí; era rubio y sonrosado como los ángeles de todos los pintores que recuerdo: Botticelli, Fra Angélico y otros. Qué bello niño tuve al final de mi juventud, cuando mi marido se acostaba con cuanta secretaria nueva tenía y fumaba pipa o cigarrillos de acuerdo al gusto de cada una. Las conocía por fotos y por sus mechones de pelo, pues conservaba celosamente un álbum con los rulos del pelo de cada mujer que había poseído tratando –al final de su vida- de buscar los tonos cobrizos de los pintores venecianos: Verones, con sus rubios cenizas apagados había agotado la hoja destinada a este matiz y buscaba con furia los bellos reflejos bermejos de La Magdalena de Tiziano, desnuda y cubierta tan sólo por su espléndida cabellera rojiza. Qué bello hijo me dio la naturaleza, cuando empecé a distinguir en mí el paso de los años; mi cuerpo blando –hay que hace gimnasia y darse masajes eléctricos para volver a estar igual que siempre- pensé; las primeras arruguitas al lado de los ojos, en las comisuras de los labios, el vientre flojo y la carne blanda que cae y cuelga desde los hombros al codo, yo no sé por qué. Ignacio fue siempre bello, aún en la adolescencia, cuando otros chicos cambian la voz y se llenan de granos, él pasó del pantalón corto al largo con la misma naturalidad que tienen los pimpollos al abrirse y convertirse en flor, de la noche a la mañana. Ignacio murió en el accidente que le correspondía a tanta belleza. Voló por los aires, su cuerpo y su alma juntos. Estalló el avión y de él nunca hubo rastros. En el registro de los pasajeros constaba su nombre y su dirección; la dirección era mi casa donde no regresó. Pero al morir así me dejo la sensación que los mismos ángeles, a lo que tanto se asemejaba, lo habían raptado para mostrárselo a Dios y allí, subyugado por el inmenso poderío de su Cielo, se habría quedado para siempre. Lo que realmente no le perdono es no haber recibido tan sólo un mensaje de él, algo que dijera; “Estoy bien y feliz. No te preocupes por mí”. Cuando Ignacio voló al cielo azul celeste, como el manto de la Virgen, mi marido ya se había marchado de nuestra casa. Me olvidaba decir que al irse se llevó las fotos y el álbum de los mechones de pelo, junto con el cepillo de dientes, sus ropas y sus trajes. Se fue detrás de una preciosa criatura de la cual se enamoró locamente. Para mí fue como si se hubiese roto el tacho de la basura o como si un botón de mi viejo Baton se hubiera descosido. No tuve ningún sentimiento para con él y su ida fue casi un respiro: no nos hablábamos, no nos acostábamos, no nos mirábamos. Me dolió tanto como una basurita en el ojo. La muerte de Ignacio fue mi gran tragedia. Desde el día que me anunciaron su desaparición celestial, un ligero temblor en la mano derecha y un tic nervioso en el ojo izquierdo, que me apareció repentinamente fueron las únicas demostraciones de mi angustia. Mientras viva no podré sobreponerme a su muerte. Luis fue un gran dolor, Ana no me importó, pero Ignacio casi fue el fin de mi existencia, hasta que Fifí se aproximó a mí, después de varios días pasados en un estado que lindaba con la locura; se fue acercando y gimiendo a mis pies, tratando de llamar mi atención hacia su frágil personita. Yo me encontraba en el suelo –recuerdo, hecha un ovillo de frío, de miedo, de desazón y de hambre, cuando su tibio cuerpo rozó apenas el mío y en ese instante volvió la vida a mi ser y la razón a mi mente dolorida; Sólo guardo el ligero temblor en la mano derecha y un tic en el ojo izquierdo, como ya dije. Fifí fue, desde ese entonces, mi vida entera. Era como si yo, ser ubicado dentro de una pelota inmensa y vacía, hubiese encontrado otro ser que me perteneciera y -muy importante- me necesitara. Comimos, dormimos, paseamos juntos durante diez años. Lo llevaba al zoológico, al circo, a los restaurantes, a misa, como si fuese un niño. Más adelante, cuando creció y maduró un poco, fuimos a conciertos, a mi palco reservado número 77, por el pasillo de la izquierda, al fondo. Mi fortuna con el tiempo fue decayendo, por falta de ahorros y por la pésima administración y un día me encontré pobre como las ratas. Sólo me preocupa Fifí. Al administrador le preocupa el dinero. Saqué las cuentas que viviendo muy mediocremente podría soportar dos años más y después el asilo. Pero mi tragedia es que en el asilo no aceptan perros, ni siquiera a Fifí, que es un ser. Yo prefiero, al morir, ir personalmente a la fosa común con Fifí que a la más paqueta bóveda de la Recoleta. Fifí vive. Debe seguir viviendo en cierto lugar para poder yo continuar existiendo. Les pregunto a ustedes, que han oído mi historia: -¿No han visto pasar un perrito muy viejo, de mirada triste y cabezón, que apenas podía marchar?

ENSIMISMADOS 

Doloridos, se enroscan en sí mismos, como ovillándose hacia el interior, en un movimiento centrípeto. Entre ambos, un silencio sepulcral, casi de olvidos.
La madre... allí, fría y bella, como siempre. A cada lado padre e hijo se yerguen apuestos en el traje riguroso de luto oscuro, corbata negra y cuello almidonado.
Ninguno habla. Les asusta el ruido de las palabras vacías; se recogen y esperan la noche a la cual temen, por ser demasiado larga.
Por la mañana llegan unos hombres que retiran el cadáver, pero antes cierran el cajón con ese ruido hosco y sibilante que perturba los pensamiento de los dos. Se niegan a verla por última vez: ¿a Santo de qué?
Padre e hijo se miran al bies. No ofrecen resistencia a la situación aunque tampoco se alegran. Dios-hoy-parece nadie. Se yerguen ambos en una nada abismal. El uno, el recio, el agresivo, el toro embravecido está herido y parece lastimado de veras; el otro, el altanero y más de una vez el insolente, se asemeja a una laucha enroscada.
No queda dinero; las deudas de la larga enfermedad pudieron con todos los ahorros reunidos durante tantos años. Todo será de hoy en adelante constreñido; el hogar ya no existe, sólo los gastos y las cuentas y la presencia lejana de una mujer y una madre dormida por el agotamiento.
Están solos. Cada uno solo, cada cual separado del otro a través del silencio de la mujer que amaban.
En el suelo el baúl, las dos sillas, una mesa, dos colchones y las almohadas. El ave en la jaula no canta. Se van con sus bártulos a otro sitio más lúgubre. No hablan; no se miran. Cada cual en lo suyo -piensan-.
El padre paga los alquileres atrasados y se eleva en un falso gesto de orgullo, sin sonreír.
Un camioncito transporta los elementos indispensables hacia aquel otro lugar que los acoge sin ternura. Es un solo ambiente, testigo indiferente de aquel nuevo drama que ya se ciñe sobre ellos.
Entran en silencio. La mesa, en el centro; las dos sillas a cada lado y los colchones frente a la ventana abierta. Se acomodan en el piso, recostados en las almohadas y observan el cielo con obstinación, en busca de una respuesta divina. La nada les responde. No importa; respiran pausadamente y se duermen.
Amanece. Les duele el cuerpo de estar tan tensos. Se miran y se hacen los desentendidos. Hay un mendrugo de pan endurecido sobre la mesa. El padre lo
parte  y se come sin ganas la mitad que le pertenece. Regresa al lecho y reflexiona sobre su otrora pasado acogedor y sobre el presente desolador que le causa tanto daño. Hay muchas sombras en el iris de su mirada. Parece desear algo que no sea lo que es; exactamente eso; su presente abismal.
El hijo no se mueve, ni siquiera va en busca del pan. Al atardecer el padre se lo tira sobre la cama y con aprehensión y desgano lo mastica lentamente. Observa el Cielo, siempre el Cielo, en busca de una respuesta que no llega; no se inmuta, total, tiene mucho tiempo por delante. Tampoco necesita comer ni tomar líquidos. No siente el cuerpo. La herida de su alma atenúa todo otro dolor.
Tampoco el padre emite movimiento alguno. No buscan salir, no tienen amigos; no conocen a nadie.
Por la tarde golpean con los nudillos en la puerta de la habitación. Ni padre ni hijo responden. La puerta tiene dos vueltas y un cerrojo puesto. Los pasos se pierden rápidamente.
_Deberías salir, hijo. Eres joven y tu cuerpo agraciado. Deberías pensar en un lejano futuro y sobreponerte. Debo hablarle...
_Eres más fuerte que yo, padre. No puedes quedarte así, en esa parálisis mental, para siempre. No puedo ayudarte, aunque tiene que sobre ponerte. Debo advertirte antes de que...
Cada cual en lo suyo, ensimismado en el otro, se olvida de sus necesidades. No hablan entre ellos ni comen ni beben siquiera.

Han pasado días. Los encontraron con sus sendos trajes de riguroso luto oscuro, corbata negra y cuello almidonado, inmóviles en el suelo, mirando el Cielo.

ANILLO DE BODAS 

Por su cara le caía un chorro de sangre como si un río lo hubiera invadido. Sus pies no crujían al moverse de un lado a otro, dejando huellas sin forma, como rastro de animal herido.
Se había detenido en el horizonte; buscaba y medía su fin. Lo arrastraba el ansia: caminaba tras los crepúsculos para esconderse, perdido tras la línea de su abismo y la cima le era inalcanzable.
Lo acusaban de haberla matado. Pudo ser. No recordaba. La pelea fue feroz, pero el olvido aplana los recuerdos; los rodea como una sábana enrollada y la niebla disuelve la culpa.
Deseaba haberle roto los dientes por su fealdad. Fue siempre una traición a la verdad. Estaba sometida a los rigores de la tradición y a las costumbres. La verdad y ella caminaba por diferentes rutas-
Todavía le duraba el dolor; lo arrastraba entre los ojos, como que lastimaba.
¿Qué sucedió? No lo sabía. Intentó recordarlo -es cierto- aunque todo estaba nublado en su interior. Sólo oía las campanas del alba y la veía allí, tendida a sus pies. ¿Criminó ella o lo criminaron a él? Ciegos, no percibieron que se destrozaban el uno al otro, devorándose el alma vacía ya de sentimientos.
Pudo ser. Los recuerdos estaban rociados de olvido. La memoria es injusta; se pierde en laberintos desconocidos-
El también estaba herido. ¿Por qué no la acusaban a ella, entonces? ¿Por que murió primero? ¿La justicia es solamente el apuro de correr lo antes posible hacia el acto postrero? Quedó él. Bien pudo quedar ella. ¿Qué más da?
Se le nublaron los ojos; se le oscureció el iris y sin queja, sin dolor, se terminó de oscurecer todo hasta la oscuridad total.
Oía su voz; salía de su boca sin emitir sonido alguno, sin entreabrir los labios siquiera. Las horas se estiraban, sólo el camino quedaba.
Quería seguir viviendo. Ser útil todavía. Costaba trabajo vivir, costaba trabajo matar y costaba todavía mucho más claudicar. El hombre busca el aire, el oxígeno en lo más alto, destrozando el resto, aun lo más amado.
Se sentó y esperó un larguísimo rato. Había perdido la cuenta. Le pasaba la muerte entre los hombros, pero no le dejó señal de recuerdo alguno. Aún dudaba si no lo habían asesinado a él. Sabía que no lloraría y vivirían en paz; en cambio ella era el dueño de la luz.
Los perros ladraban; el alba descorría la niebla. El rocío titilaba como diamantes esparcidos en una alfombra oscura-
Se sentó, herido de muerte, sorbiéndose la angustia y siguió platicando consigo mismo.


        UNA EXTRAÑA AVENTURA

Acabo de despertarme de una magnífica siesta en la cual  repuesto  mis fuerzas. Busco de inmediato mi frasco de agua de colonia floral, por supuesto, ya que odio toda aroma de lavanda, demasiado dulce y penetrante. Sí: cualquier perfume siempre que no sea flora.
Tengo una especie de manía desde hace algunos años; me siento olor a moho. Soy vieja, aunque no tanto; otras están más arrugadas y avejentadas que yo, pero en especial en mí siento este olor a moho. Es posible que si en vez de agua de colonia me pusiese polvo de naftalina o un huevo de alcanfor, esa sensación desapareciera, aunque es prácticamente imposible ya que asfixiaría a los demás; en cambio así, no olor sólo  me moleste a mí.
Se preguntarán porqué toda esta perorata sobre el agua de colonia. Lo que pasa es que tengo mucho tiempos por delante –muchas horas quiero decir- y tengo que reflexionar en alta voz, pues nadie de la familia me lleva el apunte. ¡Imagínense! Cómo se van a ocupar de una vieja de siete veces diez años “a punto de crepar”, como dijeron mis nietos el otro día. Está bien. Tenéis razón, pero esta vez gano yo. Me muero, pero de vieja; de corazón, arterias y órganos gastados; de intestinos deteriorados, de arteriosclerosis, de cerebro mal irrigado y que sé yo cuántas ñañas más. Pero no me muero de ninguna enfermedad de moda – ¡a mucha honra!-
El cáncer no me afectó; ningún rechazo de órganos artificiales que duran, a veces, con suerte, unos meses y después, puff, lo mismo; la muerte con más llantos y gritos todavía, porque los familiares ya lloraron cuando lo operaron, cuando resultó favorable la operación, cuando salió del hospital, después de largos meses de internación; cuando jugó al tenis la primera vez, después del injerto, cuando besó a su mujer, cuando comió pavo y cuando vio a su nietecito recién nacido. Se preocuparon la primera, segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta, séptima recaída y nuevamente lágrimas cuando –por fin!- murió.
Nada de eso para mí; no, señores. Yo muero de muerte natural. Lo tuve a vuestro padre de parte natural, vino al mundo naturalmente y me muero con naturalidad.
Ajá, me olvidaba de contaros a qué viene todo esto. Tuve una maravillosa aventura, hace unos pocos días
Después de haber dormido varias horas seguidas, me desperté con la extraña sensación de que algo había cambiado en mi cuarto. Como si me hubiesen trasladado a otro lugar más confortable. Fíjense que la cama no tenía patas; se sostenía en el aire, como un globo de gas, sin ningún esfuerzo. No tenía  mesa de luz; simplemente cuando deseaba algo, la cosa bajaba del techo, como movida por un resorte del cual colgaba. Tanto fuera un libro como un remedio o mi frasco de agua de colonia. Si estaba leyendo, al finaliza la última línea, la página se daba vuelta por sí sola, antes de mover yo misma la mano.
Cuando empezaba a tener una leve aprensión por tanto modernismo, ciertas maquinarias de formas ovaladas se acercaron a mí. Intenté hablar y vi que mis palabras no se oían en el espacio. Daba la sensación de que dentro de mi garganta hubieran colocado una sordina que me impedía salir la voz.  Comencé a gritar y sucedió lo mismo: ni yo me oía tan siquiera.
Los seres ovalados y metálicos se aproximaron a mí y en vez de hablar se levantaba una visera al nivel de su mirada y extraños signos se formaban en una especie de pantalla de un blanco radiante.
Quise mover las manos pero éstas no respondían a mi deseo igual que el resto de mi cuerpo. Sólo cuando pensaba en algo, se me ofrecía sin hacer yo el más mínimo movimiento.
Las máquina ( o como se llamen estas cosas extrañas) comenzaron a utilizar un especie de bisturí con el cual abrieron mis cuerpo desde la garganta hasta el ombligo. Desesperada miré mi pecho abierto y –horror!- no salía sangre ni sentía dolor alguno.  Miré como movieron los músculos y las costillas hasta llegar con sus manos tenazas a mi corazón. Lo rasparon con una punta afilada y cortante y con una aguja de punta fina me introdujeron  una descarga eléctrica.
Después de unos minutos que me resultaron eternos, volví a ver las pantallas blanquecinas repletas de signos misteriosos. Al bajar la visera, la luz se apagaba y el otro abrí la suya para devolver los jeroglíficos: pensé: lo necesitaría a Champollion para ayudarme a descifrar estos signos.
Al instante apareció un hombrecito peculiar, mitad ser humano y mitad maquinaria que, sonriendo, abrió su visera y esta vez con palabras conocidas, porque hablaba en mi idioma, me explicó que ellos habían descubierto un método para transformarnos en inmortales y creían estar capacitados para efectuarlo en un ser humano. Pensé; por qué yo, pobre vieja indefensa? Me respondió, sin que yo hubiera abierto la boca, que yo
Era el ejemplar que “ellos” necesitaban, pues estaba a punto de morir y podían probar así los efectos.
     _ Ahora, me dijo, repose, que nada le pasará.
Y así fue. Una leve fatiga se apoderó paulatinamente de mí. Me fui adormeciendo al compás de signos con tonos musicales que eran horrorosos, como si raspasen el pizarrón con una tiza  o la garra de un gato arañase un cristal o sonasen miles de bocinas ensordecedoras en un cruce de avenida, cerrada por reparación.
En fin, dormí, y lo que me pareció mucho tiempo, casi diría días, me desperté en mi auténtica cama con una sensación maravillosa.
Vi que muchos de mis familiares, ya que amigas no tengo –todas murieron, pobrecitas- estaban llorando.
      _¡Por Dios!- exclamé:_ Esto parece un trasplante.
         Un familiar rió y respondió; un trasplante no; un milagro.
Los doctores se han puesto de acuerdo en jugarme una mala pasada. Dicen que no voy a morir, que un milagro se ha operado y que, a pesar de mi aspecto viejo y deteriorado, casi la mayoría de mis órganos y células están cambiadas por otras de gente adolescente
Están locos. Que digan lo que quieran. Yo voy a morir y de muerte natural. A pesar de que el fin se acerca, me siento mejor, pero ellos, -los médicos, quiero decir- que piensen lo que quieran.
Yo me voy a morir y muy pronto para dejarlos con la boca abierta… salvo, ¡Oh Dios! salvo… que todo haya sido realidad.

                              CUENTOS VOCATIVOS



Te quiero ahora, con mis manos abiertas cual pimpollos para enredarte dentro de mí. Te quiero ahora, al lado mío, mientras espiamos los barcos que llegas a la Costanera y nos reímos al ver un marinero dormido cerca de las vías del ferrocarril. Ahora que el viento nos golpea la cara haciéndonos brotar lágrimas de frío. Ahora que, tomados de la mano, no necesitamos nada más, porque estamos completos. Pero te quiero sin horarios ni problemas; sin tornillos ni obreros que faltaron; sin máquinas a punto de romperse o que se rompieron ya; sin entrevistas importantes, ni corridas, ni abogados, ni déficit en la cuenta bancaria, ni réditos por pagar. Te quiero mío, entero, con olor a azahares en tus dedos, a aromo recién cortado. Con tus zapatos de gamuza gastados de recorrer el mar en busca de tiburones y no de zapatear tontamente las calles de la ciudad. Te necesito bruma, agua, cielo. Si no cuentan los detalles cotidianos, una linda fachada, el lago de Palermo, un petirrojo, las rosas recién abiertas o los cisnes del zoológico, porque no hay tiempo que perder, porque tienes un vencimiento o estás cansado, no cuentes conmigo. Yo no sé proyectarme hacia el futuro; estoy viva día a día, cuando despierto y no quiero levantarme; cuando riego mis plantas y escribo; cuando una paloma revolotea cerca de mi ventana. Porque no importa el futuro, ése de números, signos y pesos, ése de cifras y cheques que, aunque roces un día, no te traerá felicidad sino más complicaciones. Yo no sé vivir así. Quiero seguridad, pero también soñar. Necesito el murmullo de la rompiente, el olor a jazmines en el jardín, la paz y el sosiego. Cuánto tiempo hace que te pido algunos discos para escuchar. Que prendas la chimenea y lo haces con poca leña, porque te tiene que ir. Que vamos al cine a ver algo tonto porque ese día es más barato. ¿Por qué no parar y esperar? Comiendo queso, oyendo música en silencio, respirando sin hablar. Te quiero vivo, ahora que estás al lado mío. Quiero que olvides ciertas obligaciones; que te deshagas un poco del mañana, que te llenes de mí, ahora que somos jóvenes y tenemos ganas, que el tiempo corre y no nos alcanza, que reímos de todo, que estamos sanos. … No deseo encontrarme un día arrastrando de la mano un viejo gastado sin olor a nada más que a olvido.

         ELEGÍA

Tenía quince años la primera vez que te vi. La segunda vez había cumplido ya mis veintidós. Había una reunión en Adrogué y todos bailaban, salvo tú y yo que, sentadas en el diván, conversábamos. Me hablaste de tus hijos, de tu hogar, de la importancia del concepto familiar y me observabas como la futura mujer de tu hijo. 
Pasaron unos meses; por una situación que no vale la pena mencionar, pasé tres días contigo en Adrogué y nos hicimos amigas para siempre, para toda la vida, más allá de la muerte que hoy nos separa. 

Te quise, Quetén. Hoy, en esta máquina, con el temor a la hoja blanca vacía, con muchos conceptos que no sé cómo encadenar, deseo gritarlo, aullarlo al Cielo. Te quise y te quiero: fue un pacto de amor para toda la eternidad. 
¡Cuántas cosas nos unen, cuántos recuerdos emergen! Adrogué, el caqui, vestido de fiesta en el otoño, alzándose con garbo y gran simetría, danzando sus hojas cantarinas al son del viento otoñal. Adrogué se hizo mío como la uña a la carne y dentro de ese ámbito reinabas tú, pequeñita, diminuta, deliciosamente. A fines de marzo solíamos sentarnos para contemplar ese árbol tan amado pasar pausadamente del verde seco de sus hojas de estío a los ocres y caobas del principiante otoño. A veces parecía vestido de dos estaciones diferentes. Los verdes luchaban por continuar siéndolo, mientras los tostados invadían su zona. Finalmente vencía la fresca estación y sumiso se inclinaba. En invierno, altivo y soberbio, resplandecía al sol, como vestido de fiesta. 
 Como vestida de fiesta fue también nuestra relación. Calma, sin baches, tranquilo el sendero. Nos quisimos naturalmente; ninguna tragedia empañó ese cariño, hecho más de caricias que de palabras. Algunos seres se relacionan oralmente, a través de la palabra. Tú te conectabas mediante el roce suave e inquieto de tu mano: amabas a tu modo, acariciando. 
No encarábamos la vida de la misma manera. La filosofía te dejaba indiferente; la psicología te era una abstracción, un absurdo concepto sin sentido. Rechazabas la angustia, la depresión, que por una ironía trágica fue la causa de tu partida; sólo admitías un cierto etéreo aburrimiento, que desparecía de inmediato, si Carlitos regresaba o si desde el portón sentías la bocina de nuestro auto, aproximándose con tu primer nieto, Tati, o Santi, el de tu nombre predilecto, y luego Sebi, el tierno adolescente que Dios hizo tan bueno. 
Aparecía también yo, alegre y dinámica, toda vida o silenciosa, apagada, todo dolor, de acuerdo al período que me tocaba vivir. 
El peral, la primavera, las blancas flores, el zumbido de una abeja libando su miel, el pegajoso calor del verano,  el mantel tendido, los almuerzos, el ping-pong, nuestros retos, el hábito del domingo; la humedad, el rocío, el cróquet y las risas y los llantos, los pañales, el silencio, mis ganas de contar o mi tristeza, a la cual nunca te apegaste; jamás entraste en mis turbios subterráneos. 
Emerges entre mis recuerdos siempre fresca, con olor a talco y colonia, movediza, inquieta, franca, jovial. Amabas la risa recién hecha, los cuentos, nuestras crónicas: eran tu alimento social; vivías de nuestros labios. Siempre te reías, siempre alegre, siempre fresca. 
Franca, tajante, generosa en extremo, intentando equilibrar lo que el destino otorgó en forma desigual. El dolor de cabeza fue la única queja que escuché en años, el cual mitigabas con dos aspirinas, que luego se transformaron en mis costumbre diaria. Más tarde, muchos años después, llegó el dolor de piernas, el no poder deslizarte ágilmente. 
Tu voz guardó el brillo hasta los últimos días: hablabas fuerte; solías imponerte; a veces lastimabas. He tomado tu defensa en varias ocasiones; he sido herida, ocasionalmente, pero no guardé la herida ni guardé el rencor. Amabas y querías arbitrariamente. No existían grises en tus razonamientos: o blanco o negro: jamás medias tintas. Conocía lo bueno, lo que vale, sin apegarte a ello. La vida era para ti un rayo de sol entre tus lirios, un atardecer bajo el peral, el jardín, un buen libro, la chimenea encendida en el invierno, una taza de té humeante, tus hijos, tus nietos, las toallas finas y los repasadores bellos. Carlitos y Carlos fueron tu eje de acción, el centro de tu hogareña circunferencia.
 Te ofrecí poco, es cierto; te regalé los festejos de todas las fiestas familiares; te cedí  mis  Nochebuenas, los aniversarios de mis hijos, pues sabía que a tu lado se recuperaba el sentido de la palabra familia, arraigado a ti. Renuncié a festejar todo lo mío, aún el sagrado día de la Madre a fin de que mis hijos respiraran fiestas felices, navidades en familia, cumples con risas y sol. 
Hoy se apagó tu querida voz; ese timbre que escucho en mi silencio mermará y será recuerdo. Sebastián partió a tu entierro diciendo: “Para mí fue un ejemplo de vida”. 
Tal vez no pude ofrecerte una Elegía, como fue mi intención, pero esta frase tan auténtica de mi hijo menor es el broche áureo para finalizar esta oración post mortem, que brota desde el fondo de mi alma agradecida. Merecería figurar sobre tu tumba, llena de lirios azules, plantados sobre esas tierra aún húmeda de pena, con algunos tulipanes amarillos, meciéndose indisciplinados sobre ti.


         UNA SEÑAL


 Señor… pasé mi vida no hallándote. Corría tras de ti y ya eras ido, de flor en flor, de zumo en zumo; llegaba siempre tarde, media hora, veinte, cinco minutos. Al final te perdía por fracciones de milésimas de segundos o por ínfimas fracciones más pequeñas.
Señor… mi camino eras tú; te perseguí como a ciervo herido, entre montes y pasturas, entre ríos y montañas. Busqué tu camino, recorrí espacios y senderos. Ni tú me sorprendiste ni yo alcé los ojos y vi tu esplendor: te escondías y te temía.
La gente solía encontrarte. Escuchaba los relatos con ira y fatiga. Para ellos era un acto cotidiano; para mí, el fin de mis angustias. Quería pedirte paz, una paz sin apremios, sin límites espaciados, una paz duradera.
Preguntaba cómo eras, de dónde eras y a nadie interesaba. Llegaba en el instante inoportuno. Tú siempre huías; llegabas antes que yo o después de mi partida: jamás unidos.
Me daban tus predicados: alto, un metro ochenta, tez morena, ojos claros, mirada melancólica, compasiva; infinitamente bueno, infinitamente sabio.
Señor… hace dos mil años que espero. Tengo la edad de tu historia, el tiempo límite entre tu nacimiento y tu muerte.
Pregunté por tus milagros: me dieron un millar de nombres y un millar de curas diversas.
Pregunté por tus causas: defendías a los pobres, protegías a los enfermos, odiabas a los tartufos y anhelabas someter la corrupción. Y hablabas como un padre, sin descanso alguno.
Tuve distintas opiniones, pero el discurso era similar: eras bueno, eras honesto, decente, generoso y bello.
        -¿Y los ojos?- les decía. -¿Y su mirada?-
-Difícil de explicar- me respondían; como la voz cálida, como la arena ardiente, el color del poniente, de la oscuridad.
No quise cejar. No abdiqué. Quería saber de ti, quería llegar a tiempo. Veinte siglos al acecho es demasiado. Muchos te veían, otros te dejaban y yo no claudicaba. Repetían tus milagros. Reconocían tu reino; yo hervía de impaciencia.
Señor… quiero ver a Dios, escuchar tu voz, observas el límite de tu sombra. He envejecido en tu búsqueda. Mi color es gris; mi mirada, monótona. Pregunto lo mismo y me responden lo mismo:
                 
  “Mil gracias derramando…
                          
                                            Pasó por estos sotos con presura.”

Tengo el corazón de vidrio y las plantas de los pies de acero. Quiero ver al Verbo Divino. He llegado a la tierra, entre miles de millones de asteroides, planetas y galaxias para encontrarte y reconocer tu presencia con premura. Mi impaciencia me estorba.
He caminado años entre pueblos tristes, de continente en continente, sin fe, con ansias solamente. Ahora, al cabo de mi andar, tropiezo y me apabullo.
Jamás falté, pero hoy, que me deslizo en pos de ti, lastimo y hago daño.
Sin embargo, te hallaré, por un día o un minuto apenas. Mi cansancio tiene un límite y tu compasión –me han dicho- es infinita.
Será mi última aventura, el gran hallazgo, encuentro sin despedida, abrazo impostergable.
Señor… pasé  mi existencia entera buscando tu huella certera, aunque la fecha y el veredicto definitivo corresponden a Aquél, cuyo nombre no debe ni puedo ser invocado.
         Quizá te perseguí en vano.
         Quizá morabas en mí.

UNA ALEGORÍA                                                                                                                                                       
Ya no recuerdo cómo fue y porqué me caí, pero de repente me encontré en una corriente que me arrastraba río abajo. Sé que hacia donde descendía había un pálido reflejo de sol tenue; también sé que intenté por todos los medios de no ahogarme, de llegar a la orilla, aunque fuera a los tumbos, arañándome contra las peñas.
No me dejaba ir  pausadamente; me aferraba a las piedras filosas que sobresalían de los acantilados y  en vez de  protegerme se me incrustaban en la carne.
Yo seguía contorsionando mi cuerpo  parar el impulso de esa corriente que me sacudía y me enredaba en sus locos remolinos; gritaba, manaba sangre de mis heridas y, plena de magullones, intenté zafarme de tanto horror, de tanto ahogo.
De repente, apareció un leño, una madera lisa de buena calidad qe retozaba junto a mí; me prendí a ella, agradeciendo al Cielo tanta suerte; la madera se dejó hacer, me sirvió de apoyo. Yo no la tomaba, la apretaba fuertemente con todos mis miembros de miedo a que me abandonase,  en medio de esa agitada marea.
Era suave; se ajustaba a mis necesidades y ya no temía avanzar y dejé de rebelarme, de atropellarme junto a las rocas de ese río burbujeante.
Si, involuntariamente somorgujaba río abajo, retenida por el leño lograba vencer la tormenta y volvía a resurgir con nuevos bríos y fuerzas.
         Fui casi feliz durante un tiempo.
Un día la madera se desprendió de mí; no sé cómo sucedió ni siquiera si fue de repente o paso a paso, pero me encontré nuevamente sin apoyo; desesperada miré a mi alrededor y vi que se alejaba despacio, con lentitud, como mirando mis esfuerzos por retenerla, como no queriendo abandonarme de golpe, temiendo mi propio desprendimiento. Si me vencían las fuerzas y me dejaba estar sin intentar luchar, se acercaba balanceándose sobre las ondas fluviales, como queriéndome arrastrar.
Rugosas y ásperas eran sus astillas sobresalientes, las que jamás había notado, cuando apoyaba sobre ella mi cabeza para reposar un rato.
Yo no comprendía esta metamorfosis en el leño; porqué ahora su contacto con las yemas de mis dedos  me hacía sagrar  y por ende llorar; estaba desconsolada y triste; a menudo me quejaba pero, por extraño que parezca no peleaba en contra de la corriente, como antes, cuando me arrinconaba por los rincones de las bahías para protegerme.
Lloraba, gemía, le pedía al leño que no me abandonara, que no flotara cerca de mí sin ser mi apoyo ni mi sostén.
Me acostumbré; uno siempre se habitúa, aun al dolor  a las pérdidas más caras, pero mi alma era una llaga y me dolía el cuerpo.
La madera, cada vez más lejana, me abandonó; ya no la vi como una tabla, la única tabla de salvación sino como un leño que me había herido, quizá sin querer, por no saber, por no entender. La veía con cariño por lo que fue y con pena por lo que no quiso ser más.
Pienso que empecé a madurar; por primera vez hice la plancha sin miedo y me animé a estirar el cuello para observar el panorama que se abría delante de mí;  vi que nada era tan trágico como me pareció al principio de la caída. El río seguía arrastrándome y al dejar de rebelarme con movimientos contradictorios contra su propio influjo, se tornó más llevadero; hasta percibí la frescura del agua y el contacto agradable del sol que me entibiaba.
Me asombré; había peleado tanto contra los escombros que verme flotar se convirtió en un puro placer. Cómo me desconsolaba, cuando volvía a ver el leño haciéndome sentir su abandono, su distancia de mi lado. Cuánto mal me hacía encontrarlo sin poderlo rozar.

Yo seguía avanzando; el agua era fresca y el camino se   hacía acogedor. Al levantar la cabeza veía luz, una luz tenue de atardeceres cálidos, invitándome a abrazarme y a cobijarme en sus rayos eternos y envolventes

        RACCONTO

Juzgo los sucesos desde hoy, nuestro pasado. Es imposible hacerme a la idea de no estar compartiendo tus instantes de la misma forma que lo hacía diariamente. Vives conmigo en forma permanente, presente siempre en todos mis actos, aun los más superficiales y monótonos. Convivir contigo fue darla una nueva dimensión a la vida, respirar el oxígeno puro de las cimas más altas y tener olor a aromo entre mis falanges, cada vez que respiraba mis manos para absorberte, porque estabas entre mis dedos, sumergido en la piel de mi brazo, que apretabas con orgullo, como si fuera la única posesión que te permitías. Sin embargo, estás también en mi esencia. No pernoctamos juntos pero marchamos unidos hacia nuestro destino, luchando y peleando como héroes, a fin de encontrar nuestra fibra más íntima y dejarla traslucir en nuestra acción. Estabas como olvidado de ti, cuando me encontraste, a la vera de tu ruta. Olvidado de ti, olvidaste hasta los valores más sublimes, hasta que mundo subjetivo y lo escondías muy adentro de ti, como desesperado para que el ajeno no lo intuyera. Y aparecí de repente yo, esta personita endeble, fuerte en intelecto aunque pueda convertirse en ceniza, si lo soplas con premura. Yo, con todas mis virtudes y todos mis defectos, que sólo comprendió tu valor por el ideal que escondía tu poesía y se enamoró de la poesía, luego del ser que transmitía esa poesía y más tarde de la mirada, de las manos, del corazón de ese hombre. Han pasado ya muchos años desde nuestro casual encuentro, llevando pegadas las almas en un solo ser. Revoloteamos por separado y nos reencontramos en esas minúsculas entrevistas siempre apuradas. Sin embargo, somos uno, en uno solo, unidos para siempre. Vivimos literalmente como amigos inolvidables; estás conmigo, sin estarlo en la realidad, a veces. Sé todo lo que me hubieras dicho frente a tal situación, cómo hubieras juzgado los hechos que me atañen; te pregunto y puedo responderme a mí misma en tu nombre. Conozco hasta tu reacción y el movimiento de la médula de tu espina dorsal, cuando no estás conforme con mi proceder. Lo siento a través del hilo telefónico que relaciona tu voz con la mía, porque todavía se tutean más nuestras voces que nuestros cuerpos: tienen mayor intimidad. Hoy nace en mí reencarnarte a través de estas palabras para que los otros tengan noción de lo que encontrarte, como amigo incomparable. Mientras vivas no podrás zafarte de este encuentro ni liberarte y plasmarte en otro, con la intensidad
producto mío, como yo soy para ti tu producto. Convivimos como dos entes matemáticos, el uno en relación con el otro, para combinarse en múltiples formas, llegando hasta el cálculo infinitesimal. Te cedo el honor de ser producto o el resto: me es absolutamente indiferente: el resultado es y será el mismo: somos dos en uno, dos cuerpos y un alma, dos almas en un ser, dos mentes vivas en una sola creación, dos obras maestras en el arte universo.

         ANNIE

El problema era conocer el paradero de Paul, luego de la muerte de Annie. A él le dejaba toda su herencia, el dinero en los bancos internacionales a plazo fijo- en dólares- los muebles de su paquetísimo departamento en Belgrano C, con vista al río, nueve habitaciones, tres baños, toilettes, living de quince metros con un balcón-terraza, comedor, escritorio, sala, living íntimo, saloncito de estar y todos los detalles inimaginables, desde las canillas de plata maciza hasta el pequeño refrigerador minúsculo.
Sabíamos cómo era Annie; el problema no era ella; era saber como era él.
Annie era una deliciosa personita, delicada y etérea, culta y refinada. Tendría unos treinta años, cuando la vi por vez primera y no puedo olvidar su aire ingenuo y su refinada elegancia. Pequeña, menudita, frágil, era el centro de toda reunión. Todo en ella era dulzura y suavidad. Uno oía la superficialidad de su conversación con deleite y, cuando deseaba elevar el nivel, su cultura descollaba entre los oyentes atentos.
Después del accidente, empezó a deslizarse con ayuda de un bastón con puño de marfil. Este era su único desacierto. El bastón se le deslizaba de sus dedos, cada vez que intentaba hablar y, con gran estrépito, siempre terminaba en el suelo: reuniones, veladas de gala, entierros, ceremonias religiosas tenían como fondo dos o tres caídas del bastón, que finalizaban en la suave risita de quienes la acompañábamos: Annie susurraba en voz baja:
_Es Paul, para distraerme. Quiere que sólo esté atento a él.
Estos comentarios no nos sorprendieron la primera vez que los escuchamos. Creíamos entrever una broma y la aceptábamos, pero la broma siguió su curso y siempre estaba Paul en medio de sus conversaciones. La curiosidad empezó a despertarse. Queríamos saber más de él. Como sobrinos carnales y conociendo la soltería voluntaria de Annie, nos molestaba inconscientemente este agresor de nuestras tierras, de nuestros dólares, en fin de nuestra muy posible herencia futura, pero Annie sonreía y detrás de su risita jamás pudimos quitarle un solo detalle.
Si llegábamos de improviso a su casa, Annie tenía en la mesa dos cubiertos puestos. Al preguntarle la causa, respondía:
       ­_Lo esperaba a Paul.
Dormía en cama camera, con vista al río, aunque jamás notamos en ella una presencia humana, una sombra de masculina esencia. Infaliblemente Annie esperaba a Paul y ello nos fue intrigando a lo largo de treinta años consecutivos.
La relación de Annie y Paul ni mejoraba ni empeoraba: parecía idílica. Nosotros despreciábamos ese ser que invadía el alma de nuestra adorada tía multimillonaria. Nos molestaba incluso que lo nombrara, que le atribuyera derecho, no por el dinero en sí, sino porque nos alejaba de su cariño y atención continua: lo veíamos como un peligroso rival.
Treinta años fueron suficientes para despertar odios, rencores y miedos en nuestra familia. Annie seguía sonriendo y sonriendo hacía lo que quería, sin darle explicaciones a nadie.
...
Una noche la encontramos en su departamento, muerta: -Un ataque cardíaco- decretó la autopsia. Nosotros nos opusimos: -Imposible: ¡Fue un crimen premeditado! Paul no debe ser ajeno a él-
Quisimos nuevos veredictos, opusimos nuestro acuerdo, pedimos peritajes forenses, en fin, gastamos una enorme suma de dinero a fin de descubrir el personaje que nos había robado -creíamos con razón - su fortuna.
No hubo forma de que Paul apareciera. Como un fantasma, al irse Annie, él había desaparecido junto  a ella.
El problema estaba en la sucesión que no se podía abrir hasta la aparición de dicho personaje.
Los primeros días pasaron sin gran inquietud; finalmente lo íbamos a conocer, pero pasaron dos, tres semanas, uno, dos, cuatro años y Paul no se presentaba a cobrar su herencia. Buscamos su dirección en las agendas de Annie, publicamos edictos y estábamos a la espera de algún indicio para obligarlo a presentarse, firmar, cobrar y desaparecer nuevamente-
Pasaron diez años. La herencia aumentaba, el capital engordaba, la renta no se gastaba y ningún Paul vino a cobrar su parte.
El recuerdo de Annie no se empañó en nuestra memoria por esta broma de mal gusto. El tono cálido de su voz seguía invadiéndonos y no podíamos culparla. Era su dinero, hizo con él lo que estimaba correcto y se fue, sin avisarnos, decidiendo sola.
Una tarde, mi hijo Juan, escritor innato y bohemio de oficio, indagando papeles viejos, guardados por mi mujer en un cajón del desván, encontró ciertas notas curiosas que le llamaron la atención.
El 11 de septiembre de 1946 Annie escribió en París, en plena recuperación de la II Guerra Mundial esta nota: -Anoche conocí a Paul. Soñé con él toda la noche. Vanos fueron nuestros intentos para dar en París con esta nueva pista. No hubo mensaje que lo trajera finalmente a la realidad.
Annie se había casado con un sueño, fue la sentencia del juzgado en lo Civil, donde había quedado adjudicada la Sucesión.
El sueño de Annie había durado la friolera de treinta años. Los derechos sucesorios habían claudicado a favor de una ilusión en la mente de nuestra querida y bienamada tía carnal.







           CRÍTICA DE Thierry Van Hees
¿Y?

"Parecido a un parto, jadearé como una locomotora y en vez de un hijo me nacerá la muerte."

Muy bueno. Profundo. Desgarrador. Comparto la opción de no ser objeto de las vejaciones que imprime la medicina con su tecnificación de sus métodos, en su afán de prolongar lo ineludible cuando ya es innecesario. Tratan a los pacientes como números y como rehenes de una competencia entre sabios. 

"Después, el resto del tiempo que me quede, leeré y le hablaré a la luna de su cráter escondido, ése que los astronautas no alcanzaron a perforar con utensilios terrestres."
          El Sino

Qué maravilla. Qué tierna historia! Qué terrible historia de vida y a la vez maravillosa. Me emocionó!
Qué buena y linda manera de relatar esa historia. 
Belleza en las palabras y las imágenes!
Qué buena la evidencia del ser sensible de la escritora, aún sin que se haga alarde!

"...canta una deliciosa melodía en medio de mi angustia, no la suya."
"Esta mujercita no sufre por su suerte, pero atormenta mi angustia." 


ERA UNA VIEJECITA

¡Ah!... ¡Qué vieja jorobada! Con razón el rechazo.
"Dos veces la vi sonreír: una, cuando murió el gato, y otra, cuando me caí en una tina de lejía y mamá me pegó."

¡Cuánta necesidad de afecto! ¡Pobre espíritu de la vejez!
"Fluyó la charla de siempre, ligera, vivaz y tierna con su oyente silenciosa: una mosca a la que le había quitado las alas, para que en su afán de vuelo no pudiera abandonarla a la hora acostumbrada."

¡Tal cual! Perfecto! Real!
"...exhalando de su boca un nauseabundo olor a vejez..."
        
         Annie

Qué amor Annie! Me encantó. ¡Muy, muy entrañable!

ANILLO DE COMPROMISO

Ah! ¡Qué divorcio de conjunción de sentimientos!
"Ciegos, no percibieron que se destrozaban el uno al otro, devorándose el alma vacía
ya de sentimientos."

LA ESPERA


¡Oh!  ¡Ecos del inconsciente!   ¡Qué buena semblanza familiar! Tal cual el calco de tantas otras situaciones familiares.

Natalio Ruiz

¡Pobrecito!
"Caminaba a saltitos, como tero cansado, con pasos breves y menudos y su figura atontada."

Y así quedó: atontado por el golpe, cansado de vivir el amor imposible y su figura apenas maullada.